"A veces el silencio es un grito", decía Rithy Panh en La imagen perdida (2013), recordando la perturbadora renuncia y resistencia que llevó a su padre a abandonarse y morir bajo el cautiverio de los jemeres rojos. Pieza esencial en su carrera, consagrada a reconstruir y preservar la memoria de uno de los genocidios más atroces de la segunda mitad del siglo XX, La imagen perdida recurría a una brillante estrategia para dar forma a un imaginario y un relato -los de las víctimas del régimen de Pol Pot- que habían sido calculadamente eliminados: artesanales figuras talladas en barro se convertían en silencios que gritaban contra el olvido, dotando a la película de una imponente condición de ritual funerario, ofrecido tanto a los casi dos millones de desaparecidos como a quienes sobrevivieron sin dejar de sentirse muertos de permiso.
La imagen perdida no era exactamente una película de animación, aunque se nutría de sus estrategias. Funan primer largometraje del director francés de origen camboyano, Denis Do, sí lo es, con todas las consecuencias (incluso las peores): el cineasta reconstruye la memoria del genocidio que le transmitió su madre sirviéndose de sintéticos diseños de personajes que, en ocasiones, recuerdan el trazo del gran Yoshihiro Tatsumi, periódicos planos generales de incuestionable belleza, elipsis y recursos al fuera de campo que evocan limpiamente el horror sin mostrarlo, movimientos mecánicos y poco fluidos y explosiones dramáticas que, respaldadas por la banda sonora, caen constantemente en la espectacularización del dolor.
La obra de Do no es cuestionable de principio a fin, pero, por contraste, permite entender porque Panh tomó las decisiones estilísticas que tomó en La imagen perdida. Quizá lo peor de Funan sea lo que podría llamarse su compasión selectiva: no todas las supervivencias merecen aquí el mismo trato.
J.C. E. País, viernes 22 de marzo de 2019.
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