Esta semana ha terminado en Francia un experimento fascinante: el llamado gran debate nacional. Con su popularidad cayendo en picado por la crisis de los chalecos amarillos, el presidente Macron, siempre criticado por gobernar sin escuchar, dio un volantazo y llamó a sus compatriotas a expresarse. Durante dos meses han podido plantear sus quejas y propuestas al Elíseo a través de intermediarios locales, alcaldes o directamente en internet.
Foto: Reuters/Emmanuel Foudrot |
Macron ha asistido a muchos de esos debates interminables -seis horas algunos- desplegando sus dotes de oratoria, con camisas impolutas remangadas. La cuestión es que nadie dudaba de su capacidad de análisis: su problema siempre ha sido de bajar a la tierra, pisarla y sentirla. Hce unos días pidió a sus ministros "más propuestas rock and roll" . Que le dieran algo rápido, efectista, que se entendiera.
Loa escépticos ven la iniciativa como una operación de comunicación que se concretara en bien poco; los afines creen que el presidente ha sido valiente, que no tenía por qué meterse en semejante jardín. Los sociólogos encargados de garantizar la transparencia del debate corroboran lo que ya se sospechaba: el país vive una polarización creciente. Han participado sobre todo los votantes de Macron -una Francia urbana, favorecida, y muchos jubilados-, y sus mayores detractores. El eje tradicional izquierda-derecha ha dejado paso a ciudadanos que apoyan (mucho o poco) al presidente frente a quienes empatizan con los chalecos amarillos. Ya no se habla de la France d'en haut y la France d'en bas, sino de aquellos que tienen expectativas de futuro y aquellos que no, de los que aún confían en la política y los antisistema...
Han sido dos meses de terapia colectiva. Está por ver si habrá catarsis.
Ana Fuentes. El País, sábado 16 de marzo de 2019.
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