jueves, 7 de mayo de 2020

La mayor herida posible de una infancia es no haber sido amado

Delphine de Vigan. (Foto Sergi Conesa)
Delphine de Vigan, 54 años, escribió su primer libro, Días sin hambre, con el pseudónimo Lou Delvig. Relató el infierno y la resurreción de su anorexia. Explicaba como comer la había hecho soportables cuando tenía 19 años. Una década y un puñado de novelas después, en 2011, vendió casi un millón de ejemplares narrando el suicido y la locura de su madre: Nada se opone a la noche. Su siguiente trabajo, Basado en hechos reales, fue llevado al cine por Roman Polanski. En sus relatos traducidos a más de 20 idiomas, ha abordado problemas actuales como el acoso, la construcción de la memoria o el alcoholismo en los niños desde un hilo común que denuncia la incomunicación entre parejas, familias y amigos.
En Montparnasse, De Vigan vive con su hijo de 21 años, que llega en medio de la charla, y con su pareja, el periodista François Busnel conocido por el programa de libros: La Grande Biliothèque. Cuando prepara un libro se encierra en su piso, en la novena planta de un edificio de los años sesenta. De modo que para cuando estalle la covid19 la escritora llevará ya un par de meses enclaustrada. Tiene suerte, en su ático no son los libros sino la luz la que lo invade todo. La cocina está abierta al comedor y al salón y ambos tienen vistas sobre las azoteas y los bloques del sur de París. Ofrece un té y prepara otro para ella.

P.- ¿Cómo nos marca la infancia?
R.- De adultos seguimos arrastrando su huella. Hay algo que se queda. Cuando fui madre imaginé que convertirse en adulto sería desembarazarse de esas huellas. Pero he comprendido que los dolores que no se atienden no cicatrizan.

P.- ¿Le ha marcado como madre ser consciente del peso de la infancia?
R.-Mi hija de 24 años estudia Medicina y el chico de 21, Filosofía. Están aprendiendo a ser autónomos -una fase clave de la vida- y a veces ella me pregunta por el tipo de niña que fue. Trata de entender los problemas con los que se encuentra o, al contrario, de encontrar apoyo para confrontarlos.

P.- ¿Qué es ser una buena madre?
R.- No sé si existe. Es muy difícil ser padre. Ninguno es perfecto por suerte: debe ser angustioso tener padres perfectos... Lo que transmitimos a nuestros hijos es nuestra manera de asumir nuestros propios fracasos. Para mí ha sido muy importante ser una madre benévola. Buena, no sé, pero al menos amorosa. Creo que la herida mayor de una infancia es sobreponerse a la falta de amor.

P.- ¿Fue su caso?
R.- No. A veces, me quisieron torpemente, brutalmente, pero, pese a todo, recibí amor. Evidentemente, con mis hijos he tratado de no reproducir lo que me ha hecho sufrir.

P.- ¿Reparamos las cosas cuando aprendemos a contarlas?
R.- Sin duda. Creo en el poder de la palabra. Poder decir o escribir las cosas ayuda

P.-¿Habla de hacer público el dolor?
R.- No necesariamente. Podemos necesitar poner en palabras lo vivido para comprenderlo. A mí me ocurrió. Escribí Días sin hambre y Nada se opone a la noche por mí. La palabra es terapéutica en sí misma, pero publicar un libro sobre algo personal tiene sentido cuando esa historia propia puede tener un carácter universal y entrar en resonancia con las de otras personas. Para mí eso es lo que podría explicar el éxito de esas mis novelas más personales: son como un espejo...

Anatxu Zabalbeascoa. El País Semanal, 3 de mayo de 2020

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