martes, 19 de mayo de 2020

Un día en el triángulo vacío del arte

La aparente levedad que ofrece el Paseo del Prado una mañana de mayo de 2020 es solo un espejismo. Madrid no es como se ve ahora. Son las 10.00 de la mañana y en los aledaños de la Plaza de Neptuno no suena el pálpito habitual, las bandadas de turistas, la oferta de los guías espontáneos, la turba estudiantil formando un alvéolo alrededor de sí misma, los dispensadores humanos de cualquier propaganda. Tampoco hay noticia de burbujeo loco que desde primera hora hace de la calle una turba más alegre.
El Museo de Prado
Aquí en este palmo de ciudad, se conjugan los tres grandes museos nacionales de pintura y escultura. Más o menos un kilómetro a la redonda. Tres de las mejores pinacotecas internacionales. En 2019, sumando todos los visitantes, pasaron por sus salas casi nueve millones de seres humanos. Gentes de todas las razas, los sexos, las edades, desplazándose por un espacio que tiene algo de clase alta, de historia removida, de recogimiento. Y de donde se sale con los ojos algo más llenos. Quizá con algún entusiasmo.
Al Prado le hacen ahora guardia un puñado de palomas que no se asustan por nada. Han recalificado para su cortejo el suelo público y se apiñan bajo el sol que asoma, cumpliendo con una venganza de siglos al pie de la "roca española", como  bautizó el museo el pintor Ramón Gaya. O la auténtica catedral de Madrid, según Gómez de la Serna. (Aún nadie no lo ha desmentido). Bajo la escalinata de la puerta de Goya, donde arrancan las colas de la entrada, empalidecen las taquillas con el cierre echado. El espectáculo es esta quietud desfigurada. Al corredor que remata en la Puerta de los Jerónimos le falta también el guitarrista de siempre, su costumbre de su música afinada. Llegamos a la hora pactada. Un guardia de seguridad trastea con el candado de la cancela que da paso al hall del museo, donde a la izquierda la consigna nunca daba tregua. Al fondo de este espacio que tiene pulsos de estación de trasbordos espera el director, Miguel Falomir, avituallado de guantes y mascarilla. "Qué raro esto, ¿verdad?", lanza a modo de bienvenida...
Falomir sugiere subir en fila de tres por las escaleras que llevan a la galería central. Caminamos achicando el silencio con frases cortas. En la rotonda de acceso -la sala oo1- está el Ticio (1632) de Ribera, al que un águila devora por castigo eternamente las entrañas. "Un museo sin gente está muerto", dice de golpe. "Todo esto tiene sentido cuando hay vida dentro...Ahora es muy triste"...

Antonio Lucas. Alberto Di Lolli. El Mundo, sábado 16 de mayo 2020

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