martes, 16 de noviembre de 2021

Lo que el cine debe a la pintura

Existe una leyenda bastante tenaz que asegura que el público salió espantado de la primera proyección del cinematógrafo en el Grand Café de París, allá por 1895. Una locomotora humeante, capturada por la cámara de los hermanos Lumière, avanza a toda velocidad hacia los asistentes, que habrían huido despavoridos por miedo a ser aplastados. Es un relato apócrifo: en realidad, ese clásico del cine primigenio no se estrenó hasta un año más tarde, en Lyon.  Y, sobre todo, la ingenuidad del público no podía ser tan pronunciada. Pese al asombro y a la incredulidad provocados por la espectacularidad de las imágenes, de las que dejaron constancia todas las crónicas de la época, la sociedad decimonónica llevaba casi un siglo familiarizada con los teatros ópticos, las linternas mágicas, las vistas estereoscópicas y otros experimentos semi mágicos que aspiraban a reproducir el movimiento.

 En París, una ambiciosa exposición en el Museo de Orsay, Enfin le cinéma!, recuerda ahora que el cine no nació por generación espontánea. Fue el resultado de una larga reflexión  sobre la imagen animada que ya recogió y vulgarizó la pintura del siglo XIX, principal medio de masas de la época, bajo el influjo evidente de la fotografía y del resto de las innovaciones técnicas. Pero también, como apunta la hipótesis más estimulante de cuantas enuncia la muestra, con la emergencia de una nueva cultura urbana como telón de fondo, que eclosionó en el París transformado por el barón Haussmann. Su intervención urbanística, encargada por Napoleón III y llevada a cabo entre 1853 y 1870, desembocó en la creación de los bulevares y la transformación de la capital francesa en un espectáculo continuo, lleno de luces y de colores. De repente, aparecieron nuevas perspectivas: el mundo a la velocidad del ómnibus u observado desde la ventana del tren- un invento de 1802 que ya delimitaba la realidad en un encuadre cinematográfico-, o bien las vistas desde los balcones, los globos panorámicos y los belvederes como la Torre Eiffel.

En este sentido, el cine, que se apropió de esa nueva cultura visual desde el primer día con el uso del travelling o los planos aéreos, no fue inventado en 1895; lo concibió esa época en su globalidad y con todas sus inquietudes. Ya dice Jean-Luc Godard que, pese a que prosperase en la centuria posterior, el cine siempre fue un arte del siglo XIX.

Dos décadas antes de que los avances técnicos permitieran la explotación comercial de la imagen animada, nombres como Renoir, Degas, Pissarro y el resto de los pintores de la época, representados con unos 50 lienzos en la exposición , ya buscaron un reflejo plástico a esas nuevas formas de vivir y de ver. Firmaron cuadros protagonizados por figuras de la modernidad como el flâneur y el voyeur. Casi siempre desprovistos de argumento, poblados por siluetas fugaces y borrosas, dignas del nuevo anonimato urbano, y de encuadres descentrados que rompían con la perspectiva armónica y piramidal en boga desde el Renacimiento. Inspirándose en las viñetas urbanas y descentradas  del pintor, ilustrador y fotógrafo Henri Rivière, Caillebotte retrató en uno de los cuadros dedicados al Pont de l'Europe a un paseante entrecortado que salía del lienzo por su margen izquierdo sin mostrar el rostro. En esos cuadros nació el fuera de campo, el flou y el contrapicado, inspirados en lo que la fotografía, arte todavía joven, se permitía hacer desde hacia décadas. A su vez, en un flujo de vasos comunicantes, el cine retomó  esos encuadres de la vida moderna popularizados por una pintura que aspiraba a reconstituir la experiencia de la vida urbana, más que a ofrecer su reflejo fidedigno; el concepto de la urbanidad y ya no su mímesis...

Álex Vicente. Babelia. El País, sábado 13 de noviembre de 2021

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