Muchas mañanas, a modo de calentamiento previo, he rescatado a ciegas del cuarto oscuro un tomo al azar y lo he releído hasta que me ha entrado un irrefrenable deseo, fuerte impulso de escribir. ¿Cómo lo diría? Salvando las insalvables distancias, un impulso comparable al de Kafka cuando expresó su deseo de convertirse en indio y cabalgar sin espuelas y sin cabeza de caballo. Su breve relato es de complicada tregua y extraño empleo de los tiempos verbales, pero también el cuento más libre que he leído nunca, habla de cuando Kafka quería convertirse en Kafka.
No podría vivir sin esa selección de libros esenciales para mi ánimo, sin esa biblioteca de cuarto oscuro. Sin la oscuridad -decía Blanchot- no existiría la obra de arte. Ante la oscuridad, la misma obra no tiene importancia. Es más, toda la gloria de la obra y hasta el deseo mismo de una vida feliz en la luz del día son sacrificados a esa única inquietud: buscar en la oscuridad lo que la misma oscuridad, la misma noche, trata de disimular, ese vértigo o punto profundamente oscuro hasta el cual tiende el arte, el deseo, la misma noche y la muerte.
Entre los iconos de mi biblioteca de cuarto oscuro están ciertos libros que nos hemos de contentar con imaginarlos. Amélie Noury los nombra en su luminoso Cómo no he escrito ninguno de mis libros (Greylock): Tratado del dandismo, prometido por Baudelaire, o Vita nuova, prometido por Barthes. Y otro de los iconos del cuarto es, por supuesto, Bartleby, el copista que inventara Melville y que representa la parábola por excelencia del origen de la literatura contemporánea; la historia de aquel "fósforo en la oscuridad" del que hablaba Faulkner, la poética del hombre exiliado en el mundo, del humilde escribiente que tanto me recuerda a Kafka que paseaba por toda Praga con su extraño abrigo de murciélago y su bombín negro. Y llegados aquí, ¿Cómo no recordar al joven Kafka riéndose a carcajadas mientras leía en voz alta Jakob von Gunten de Robert Walser? Y luego está Raymond Roussel, encerrado en sí mismo, en su caravana con las persianas bajadas, contemplando la luz increada que nacía dentro de él, dentro de su obra, entregada a un tipo de cibernética aplicada a la literatura y que produjo obras como Locus Solus. Y, por supuesto, la escritora con menos cibernética del mundo, Emily Dickinson, y su poesía intensamente secreta. Y Marguerite Duras, que dijo que la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.
Enrique Vila-Matas. Café Perec. El País, martes 6 de junio de 2023.
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