El País cátaro no es solo un territorio. Entraña un viaje al pasado, cuyos vestigios dispersos entre Toulouse, Narbonne, Carcassonne, Béziers y Foix reúnen castillos, abadías y ciudadelas de vértigo, cual centinelas colgados entre el cielo y la tierra. La huella cátara se palpa en el aire del Languedoc, un escenario donde las piedras murmuran sobre este movimiento de los siglos XII Y XIII, conectado a la lengua del sí (òc). Por aquel entonces, el sur francés vivía en una época de bonanza, abonada con la proliferación de literatos y trovadores que con sus poemas románticos y de gestas expandieron la lengua de Oc.
Albi |
En este contexto surgen los cátaros (de katharoi, puro en griego), que vivían en pobreza y castidad, eran vegetarianos y solidarios, creían en la existencia del bien y del mal, y en dos divinidades, Dios y Satán. Estas ideas enardecieron a la iglesia católica, que los declaró herejes y lanzó una cruzada para aniquilarlos a sangre y fuego. La primera guerra santa en Europa. Pero más allá de la cuestión religiosa, estaba la política. La cruzada fue, a su vez, una lucha del norte, del reino de Francia, contra los condados independientes del sur.
Ocho siglos después, en castillos, abadías, pueblos y senderos aún resuena el eco de aquellos buenos hombres y buenas mujeres, así como su cruenta persecución. Eran conocidos como bogomiles, perfectos albigenses, nombre derivado de Albi, ciudad del primer obispo cátaro, Sicard Cellerier.
La ciudad episcopal de Albi, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, está regada por el río Tarn, cuyas arcillas fueron materia prima que modelan este laberíntico enclave medieval. Desde el más viejo de los puentes que jalonan el Tarn, el atardecer suaviza la imponente Santa Cecilia, que más que la catedral parece una robusta fortaleza gótica. Su austeridad exterior contrasta con la exquisitez interior, con un entretenido mural sobre el Juicio Final. Contiguo a la catedral, se levanta el Palacio de Berbie (sglo XIII), sede del obispado y también de la Inquisición francesa. Con sus jardines asomados al Tarn, el palacio es hoy la sede del Museo Toulouse-Lautrec, que cuenta con una treintena de sus carteles más conocidos. Este postimpresionista de origen noble y salud frágil nació en Albi en 1864, donde vivió hasta 1881,cuando se trasladó a París para convertirse en el retratista de la desenfadada Belle Époque.
Si el arte es un puente entre pasado y futuro, como Toulouse-Lautrec sostenía, qué mejor que cruzar el Puente Viejo de Albi para continuar la ruta por el país Cátaro.
A la sombra de la Montaña Negra
No hay una única manera de recorrer esta región, pues admite múltiples desvíos. En nuestro viaje rumbo sur pasamos junto a rebaños de ovejas y caballos que pastan a dos mil denarios francos del siglo XIII anchas mientras la carretera se va adentrando por bosque sombríos de hayas, abetos y robles hasta alcanzar el corazón de la Montaña Negra.
Saissac y la Cruzada Anticátara.
Al fondo se asoma Saissac. Su castillo fue rediseñado como baluarte en el siglo XVI, y no se erige en lo alto, sino en la parte más baja del pueblo, al borde de un barranco, controlando la llanura hasta Carcassonne y divisando el horizonte hasta los Pirineos. El interior abriga un museo sobre el tesoro numismático de Saissac: dos mil denarios francos del siglo XIII.
A partir de 1209, los ánimos se encienden un poco más y Simón de Monfort, el alto mando de la cruzada anticátara, instala su cuartel general en Fanjeaux. Las esquinas de sus calles susurran que aquí todas las fortalezas fueron destruidas, las "ciudades invisibles" a las que se refería Italo Calvino. Mucho más reciente es Les Halles, el mercado cubierto del XVIII, alrededor del cual florecieron talleres de artesanos, reconocibles por los grandes ventanales de planta baja que lo circundan.
Mirepoix |
La ciudad bastida, situada a medio camino entre Toulouse, Foix y Carcassonne también cayó a manos del megalíder de los cruzados, quien la tomó en 1209. Mirepoix es un enclave top de Instagram por su plaza porticada, con casas combadas multicolores de entramados de madera. En el noroeste de la plaza, la Casa de los Cónsules había sido un tribunal y la antigua prisión. Hoy es un hotel con habitaciones de estilo medieval y art déco, y una viga en la fachada con tallas de madera de cabezas humanas y monstruos haciendo muecas descaradas. Fuera de la plaza, la catedral gótica de San Mauricio despliega una amplia nave central, una de las joyas del País Cátaro, que parece querer arropar a los feligreses.
Castillo de Foix
El cruel barón de Monfort lo tuvo más difícil para conquistar el castillo de Foix, del siglo XI, con sus tres torres almenadas. "Fundiré la roca como si fuera grasa y asaré al líder", declaró el capitoste ante este bastión impenetrable. El señor del castillo, el conde Raymond Roger de Foix, era un ardiente defensor de los cátaros, a quienes dio refugio.
La verdad es que aquellos místicos que convivían con sus vecinos y cuidaban de los necesitados eran realmente avanzados para la época, pues incorporaban la perspectiva de género -ellas también podían predicar y ser obispas- y cultivaban el estudio de las Escrituras, que tradujeron a las lenguas romances. De forma intangible, algo de ello se percibe al bajar la vista desde el castillo al mar de calles apacibles entre tejados de color salmón de Foix. A lo lejos se divisan los Pirineos y el valle del Ariège.
La conquista de Montségur
Coronar Montségur emociona. La media hora de caminata permite asombrarse ante un mito hecho piedra. Un castillo desgarrado, que resistió durante meses el asedio de la cruzada, hasta que el sueño terminó: 215 cátaros fueron quemados en la hoguera en 1244, tal como rememora una estela en el Prat dels Cremats. Mediante esta matanza París pudo anexionarse el Midi y someterse a los condes de Toulouse, reprimiendo la lengua occitana y la cultura trovadoresca. Fue el dramático final de los cátaros, aunque algunos resistieron en Quéribus.
Montségur, un castillo solar
Montségur está considerado un templo solar y cada solticio de verano cientos de personas contemplan cómo el sol ilumina los arcos orientales para relevar dónde se esconde el tesoro cátaro con el Santo Grial. Hay quien sostiene que está bajo las ruinas actuales, que en realidad son de una fortaleza posterior.
Castillo de Puilaurens
Si en Montségur evocamos un mundo, en Puilaurens lo acariciamos con la punta de los dedos. Este castillo se levanta a casi 700 metros en un peñasco escarpado. Hay que tomar aire para subir la escalera en zigzag. Cruzar la puerta abovedada y entrar en el patio principal de Puilaurens nos proyecta mil años atrás, con el camino de ronda de madera y las escaleras de acceso. Incluso las banderas ondean al viento.
En el valle, la localidad de Lapradelle-Puilaurens es fruto del desplazamiento de la población cercana a la fortaleza hasta el siglo XIV. A quí se puede tomar el Tren Rojo, una línea de ferrocarril de unos 60 kilómetros que llega a las llanuras de la comarca pirenaica de La Fenolleda, cuya capital es Saint-Paul -de Fenouillet.
Guía para penetrar en Carcassonne
El Tren Rojo no llega a Carcassonne, el mejor ejemplo francés de una ciudadela medieval. Ello se debe a la remodelación, no exenta de polémica que ejecutó el ingeniero Violet-le-Duc en el siglo XIX. El resultado fue un doble recinto concéntrico de murallas, catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Se accede a él por la Puerta Narbonesa, con la efigie de la Dama Carcas en un costado, origen del nombre de Carcassonne. Al cruzar el puente levadizo sobre un foso seco aparece la segunda muralla, para desánimo del más audaz de los invasores. Un paseo adoquinado recorre este doble perímetro fortificado, con torres rematadas con capuchones megros de silueta embrujada.
Marta Monedero. Nationalgeographique.com.es, 25 de abril de 2024.
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