Ante una pelea, los humanos tenemos las mismas reacciones que los animales; cuando un desconocido entra sin avisar en casa, cuando un vecino se apodera de un trozo de nuestro terreno, cuando un depredador amenaza a nuestros hijos o cuando entablamos una rivalidad con alguien que corteja a la misma pareja sexual que nosotros o con alguien que posee un un bien que nosotros no tenemos.
Ahora bien, librar una guerra es distinto: hay que planificar, reunir a hombres, proporcionarles armas de alta tecnología y, sobre todo, encontrar las palabras necesarias para justificar el fanatismo que haga que los soldados se sientan orgullosos de matar sin sentirse culpables. Esa es la condición humana, la de las herramientas y el lenguaje.
Los seres humanos tenemos un cerebro capaz de crear un mundo de representaciones que designan cosas imposibles de percibir: Dios, el paraíso, la vida después de la muerte, Guernica, el cuadro. Cuando paseo con mi perro por la montaña, él acerca la nariz al suelo y percibe, mucho mejor que yo, las informaciones olfativas que van a marcarle el rumbo. En el mismo sendero, yo huelo algunas cosas y no puedo dejar de preguntarme qué habrá al otro lado de la montaña: ¿un valle o un desierto? ¿Un pueblo amigo o un enemigo? ¿Qué hay después de la muerte, otra vida, la paz eterna o el infierno, para sufrir el castigo por haber disfrutado de placeres inmediatos sin ninguna trascendencia? ¿Quién puede explicarme el increíble milagro de estar vivo? ¿Dios, el azar o la evolución biológica?
Mi cerebro humano me permite vivir y habitar en un mundo de representaciones separado de la realidad palpable que, sin embargo, siento en lo más hondo de mí. Siento intensamente unos hechos que quizá no existen en la realidad, pero de los que me construyo una representación que me domina. Me pongo en manos de lo que construyo, me lo creo y tomo las medidas correspondientes. Eso no lo puede hacer mi perro. Tiene mejor olfato, pero su acceso al lenguaje (que no está mal) le sirve para designar cosas que están en ese entorno, mientras que un ser humano, con el lóbulo prefrontal -base neurológica de la anticipación- conectado al sistema límbico- la base neurológica de la memoria y las emociones, tiene la capacidad de vivir en un mundo invisible que le ocupa la mente. Así se instalan los seres humanos en los mundos maravillosos que no dejan de inventar. Cualquiera puede rebuscar en su pasado y encontrar motivos para amar al prójimo o para justificar su muerte. Los árabes deberían destruir Venecia, que construyó los barcos en los que los cruzados fueron a Jerusalén. Los protestantes tienen motivos para vengarse de los traidores católicos. Los judíos podrían atacar todos los países en los que han sufrido persecuciones y las mujeres están en su derecho de asesinar a los hombres.
Esta manera de abordar el problema de la violencia nos lleva a proponer dos posibles orígenes: uno, vinculado al desarrollo del cerebro, indica que un ambiente empobrecido por la falta de afectos provoca una disfunción cerebral en un organismo, que se vuelve incapaz de controlar sus impulsos: ese es el origen de las peleas. El otro nace de un quiebra de la verbalidad o de un lenguaje totalitario que impone la verdad única, la del líder. El mundo de las palabras tmbién empobrecido, crea una representación de la alteridad en la que no es delito matar a alguien que no es humano: de ahí surge la guerra. (...)
Después de la Revolución Rusa de 1917 y después de la II Guerra Mundial, las calles se llenaron de huérfanos y niños sin familia. Su extrema violencia era el producto de su adaptación a una sociedad en guerra, la destrucción de las familias y la ruina cultural. Los niños que no eran violentos morían de hambre, de desesperación o asesinados por otros. Fue la época de las utopías pedagógicas, cuando Makarenko y Korczac demostraron que bastaba con acoger a aquellos pequeños delincuentes en un programa de acciones constantes y organizar debates denominados la república de los niños para poder estructurar el espacio activo, afectivo y verbal en el que forjar unos lazos que les dieran seguridad. En efecto, se vio una recuperación evolutiva, un desarrollo nuevo y positivo después del caos. Hoy ese proceso recibe el nombre de "resiliencia".
El giro epistemológico se produjo en 1951: el pedagogo y psicoanalista John Bowlby presentó un informe a la OMS. Propuso una explicación que combinaba los datos genéticos con los ambientales, cosa que todavía no era muy habitual. Descubrió que, de un pequeño grupo de "44 ladrones adolescentes", 17 habían sufrido una larga y dolorosa separación de la madre. En el grupo de control del estudio, de 44 adolescentes que no habían delinquido, solo 2 habían crecido sin cuidados maternos. De forma que es posible establecer una relación de causa y efecto entre la falta de afectos en una edad muy temprana, que introduce en el cerebro un factor de vulnerabilidad emocional, y la explosión que se da en la adolescencia, cuando más intensos son los impulsos afectivos. (...)
Este es un fragmento del texto escrito para Ideas por el neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik al hilo de su libro Cuarenta ladrones con carencias afectivas. Peleas animales y guerras humanas, de la editorial Gedisa.
Ideas. El País, domingo 28 de julio de 2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario