martes, 13 de agosto de 2024

Un peatón en París. Los ridículos y los arrogantes

Hay dos peligros que siempre acechan a los franceses cuando van por el mundo, y todavía más a los parisinos. Uno, el ser ridículos. El otro, arrogantes. No lo digo yo, un simple peatón en París que estos días observará a ras de suelo, caminando por aquí y por allá, conversando con unos y otros, cómo vive los Juegos Olímpicos una ciudad que no cree necesitar para nada unos Juegos Olímpicos. Lo de los ridículos y los arrogantes me lo dijo esta semana, en un café de un barrio popular del norte de París, uno de los artífices de la ceremonia inaugural en el Sena: el historiador Patrick Boucheron. Boucheron con un equipo de escritores y dramaturgos, preparó durante meses la escenografía, el relato. Lo que preocupaba a este hombre sabio que no es ni ridículo ni arrogante, era que durante el desfile apareciese esa Francia que mira al resto del mundo por encima del hombro y da lecciones. "Francamente", me dijo, "no estamos para dar lecciones". Y no las dieron. La lluvia deslució algo la fiesta. Al peatón le pareció kitsch a ratos, aburrida en otros, pero esto va con el formato.

Pero no era eso lo importante. Lo importante era qué quería contra Francia de sí misma. Porque una ceremonia como esta es la manera que tiene un país de presentarse al mundo y explicar qué es y sobre todo qué quiere ser. Y la Francia que centenares de miles de espectadores vieron es una Francia que dice al mundo: Lo mejor de Francia es lo universal. "Lo mejor se nutre de lo de fuera y es una mezcla de cultura y gentes. Lo mejor nunca se deja encerrar ni en la entidad ni en el tópico". 

Aya Nakamura en la inauguración de los JJ.OO en Paris

De las escenas que se desarrollaron en el río durante más de tres horas, hay una que en Francia resonará durante mucho tiempo, y que dice mucho más que cien discursos políticos y ensayos. Es la escena número 4, la que llevaba por epígrafe égalité, igualdad. El lugar era el puente de Artes, frente al Instituto de Francia, sede de la Academia francesa. Fundada en el siglo XVII por el cardenal Richelieu, bajo su augusta cúpula se sientan los inmortales (así les llaman)que guardan las esencias de la lengua francesa. Y ahí, en lo que según este peatón fue el momento culminante de la ceremonia, surgió Aya Nakamura.

Francesa nacida en Malí. Criada en el extrarradio parisino, la banlieue siempre asociada a la pobreza, la inmigración, los disturbios. Artista autodidacta. Superventas con canciones que cruzan el afroamericano con ritmos africanos y música antillana como el zouk, y en la que mezcla la lengua de Molière con la jerga de la banlieue.

Los guardianes de las esencias patrias la miran con recelo, algunos con odio. Cuando en marzo se filtró que participaría en la ceremonia, la Francia de los Le Pen y los Zemmour saltó. Un grupúsculo ultra llego a colgar una pancarta en un puente del Sena en señal de protesta: "Esto es París, no el mercado de Bamako".

Pues bien, ahí estaba en el jour de gloire de Francia ante el mundo, el glorioso día de la inauguración de los Juegos, Aya Nakamura cantando los éxitos  de Charles Aznavour y cantando su propio megaéxito Djadja. Y lo hacía acompañada nada menos de la banda de la Guardia Republicana. El pop y la música marcial. El mestizaje y la tradición. La mujer que reinventa la lengua francesa, y a la que se le acusó de pervertir la lengua francesa, bailando ante la Académie con las trompetas y los uniformes de la banda militar. Todos fusionados.

Marc Bassets. El País, sábado 27 de julio de 2004.

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