Julian Finney (Getty Images) |
"Hay que verlo para creerlo", afirma Khadija, dentista parisina de origen marroquí. "Se me pone la piel de gallina", corrobora Lorenzo, fisioterapeuta de Aranjuez. Y añade Juan Antonio, fisioterapeuta también, de Fuentepelayo: "Nunca he visto nada parecido". Es pasada la medianoche y los tres, al terminar la jornada en el centro médico de la Villa Olímpica, no han querido perderse el espectáculo. Están absortos frente al pebetero móvil y elevado que el viernes, al final de la ceremonia inaugural, encendieron la atleta Marie-José Pérec y el judoca Teddy Riner. - Podrías pasarte la noche mirándolo.
Es Juan Antonio quien lo dice, pero lo suscribirían miles de personas que a esta hora intempestiva siguen el vaivén del globo de 30 metros de altura y 7 de diámetro. Iluminado por una llama eléctrica, no contamina, pero, con el vapor que la rodea, fascina como una llama eterna.
Se decía que estos Juegos no dejarían ninguna herencia monumental, y es verdad. Pero, sin que nadie lo viese venir, París ha inventado un monumento nuevo, y de repente se hace difícil imaginar la ciudad sin él.
Este monumento no remite a siglos de historia, a reyes y revoluciones, aunque se integra perfectamente en la perspectiva que va del Louvre de los reyes del Antiguo régimen al Arco de la Défense mitterrandiano y pasando por el obelisco de la Concordia y el Arco de triunfo napoleoniano. No es un monumento de piedra. Ni abruma ni impone. Es frágil, un objeto portátil, como el festín móvil que era el título original del París era una fiesta de Hemingway. Porque otro París es posible. No pomposo sino ligero. No gruñón sino sonriente. Sopla un vientecillo cálido y el globo oscila. Parece un ser vivo o una nave extraterrestre. La noche es mágica.
-Es como un sol olímpico. Cuando el sol real se pone, este toma el relevo.
Al teléfono, el padre del globo, el hombre que lo diseñó: Mathieu Lehanneur. Explica que él también se acerca cada atardecer a las Tullerías para mirar ese sol olímpico y nocturno. Su criatura. Y allí observa a quienes observan la criatura, y cuenta que ve orgullo en sus miradas. Orgullo por los ecos de una historia, muy francesa, que resuenan en este artefacto. La historia del primer vuelo humano en 1783. La de los pioneros hermanos Montgolfier. La de las fantasías de Julio Verne: "Este pebetero habla de nosotros, de la historia, del sueño humano de volar". Ya se habla de dejarlo para siempre una vez que los Juegos hayan terminado, como se dejó en pie la Torre Eiffel después de su construcción para la Exposición Universal de 1889."Si este objeto se convierte un día en monumento", dice Lahanneur , "habrá sido el pueblo el que lo habrá convertido. porque no pretendía selo, solo aspiraba a ser un pebetero olímpico".
El fervor es un símbolo de una ciudad que, después de mirar durante meses y años los Juegos con desconfianza , por fin cae rendida...
Marc Bassets. El País, martes 30 de julio de 2024.
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