El corazón de esa suerte de irreverencia hacia la épica clásica o la gran novela americana que anida en la película de Brady Corbet ( Scottsdale, Arizona,1988), actor en filmes de Michael Haneke y Oliver Assayas que debutó tras las cámaras con la intrigante La infancia de un jefe (2015) -una adaptación de la maravillosa novela de Jean-Paul Sastre ahogada sin embargo por la complacencia formal-, se hace patente en su memorable arranque. Al estilo de El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), la oscuridad en la bodega de un barco arribando al puerto de Ellis da paso a la luz, que no es otra que una imagen invertida de Lady Liberty. Es lo primero que ve László Toth -Adrien Brody, en una suerte de trasunto de su papel en El Pianista (Roman Polanski, 2002) como superviviente del Holocausto- a su llegada a la tierra de las promesas. Una imagen visionaria y anticipatoria de su propio destino. El rótulo que sigue, una cita a Goethe, establece la declaración de principios de The Brutalist: "Nadie está más irremediablemente esclavizado que aquellos que creen falsamente que son libres".
La libertad que busca el ficticio arquitecto Toth, huido del exterminio judío en Europa, es la de reencontrarse con su mujer y su hija, también atrapadas en la Shoah, y la que busca todo inmigrante y todo adicto y todo artista en su incestuosa negociación con el descarnado capitalismo. El desequilibrio social, la violencia y hasta la propia permanencia del arte y sus procesos de creación -ofreciéndose incluso como implícita metonimia del proceso de filmación de la película - son algunos de los temas que aborda esta "milagrosa" película...
Carlos Reviriego. El Cultural, 23-1-2025.
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