Museo Rimbaud |
Es domingo. Nada más llegar, me acerco al b&b La Clef des Champs para alojarme en una habitación bautizada Le Batteau Ivre en honor a uno de los poemas de Rimbaud. La pequeña ciudad dormita aún, y mi cuarto ni siquiera está listo. Casi lo agradezco, pasearme por esas calles medio-desiertas sin otra brújula que la del azar. Todas las puertas están cerradas, los cafés aún no abren, pero intuyo tras los visillos multitud de ojos abiertos. Ojos que te espían desde el siglo XIX. Ojos en las esquinas, ojos muy despiertos. Más entrada la mañana, los charlevillenses empiezan a bajar de sus madrigueras, y me cruzo con dos niños de ojos azul Caribe idénticos a los de Rimbaud. Menudean esos ojos por aquí, el azul borroso, un azul lloroso y soñoliento como de acuarela sin secar.
Charleville pertenece a la región del Gran Este, provincia de las Ardenas. Estamos en la Siberia francesa, para entendernos, y aquí en verano debe estarse bien con la brisa que viene del río Mosa. Es la tierra del champán, el oro líquido que ha hecho famosa esta zona. Pero todo en Charleville tiene una aire de cuento, de ciudad inventada. Nada ha sido dejado al azar por el príncipe italiano, y toda la ciudad data del siglo XVII. El Museo Rimbaud, ubicado en un molino con forma de panteón jónico sobre las aguas del río, es lo primero que veo en mi paseo matutino. Si una no tiene demasiada información, hasta podría confundirse con un pastiche, pero lo alucinante es su originalidad y la función para la que fue creado, un auténtico molino con forma de templo griego, como si el arquitecto que lo construyó hubiera intuido que dos siglos después el espíritu de Rimbaud se custodiaría aquí...
Luisa Castro. El Viajero. El País, viernes 27 de septiembre de 2019
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