sábado, 19 de octubre de 2019

El paraíso perdido de Rimbaud

Museo Rimbaud
He llegado a Charleville-Mezières desde París tras dos horas de tren. Aquí yace el retoño más rebelde de Vitalie Cuif La Dejada. Tuvo que ser de muerto que su madre lo devolviera al pueblo con aires de ciudad principesca, después de años de peregrinación por tierras de Indonesia, Yemen, y Etiopía, y aquí está ahora compareciendo ante el terruño. Vitalie La Piadosa no podía dar al mundo más que una criatura como él, y después de pasear esta ciudad durante día y medio se entiende que Arthur solo quisiera huir, de su madre, de sí mismo. Charleville es un lugar bello y sin escapatoria, como hecho a tiralíneas; una ciudad soñada por Carlos de Gonzaga, el príncipe italiano que la fundó en 1606 como un ensueño de orden y grandeza. En la vecina Mezières, que hoy forma parte de la misma ciudad de Charleville (juntas suman casi 48.000 habitantes), estaba destinado el padre de Rimbaud, un militar que abandonó el hogar  con cuatro hijos cuando Arthur tenía solo seis años. Y Vitalie, empeñada en levantar  a la familia ejemplar que la redimiera de la vergüenza, diseñó sin darse cuenta al más inesperado y fugitivo de los poetas. La ciudad más rigurosa y la madre más estricta dieron como resultado al poeta más maldito: Rimbaud el sacrílego, o Rimbaud el santo, como se quiera.
Es domingo. Nada más llegar, me acerco al b&b  La Clef des Champs para alojarme en una habitación bautizada Le Batteau Ivre en honor a uno de los poemas de Rimbaud. La pequeña ciudad dormita aún, y mi cuarto ni siquiera está listo. Casi lo agradezco, pasearme por esas calles medio-desiertas sin otra brújula que la del azar. Todas las puertas están cerradas, los cafés aún no abren, pero intuyo tras los visillos multitud de ojos abiertos. Ojos que te espían desde el siglo XIX. Ojos en las esquinas, ojos muy despiertos. Más entrada la mañana, los charlevillenses empiezan a bajar de sus madrigueras, y me cruzo con dos niños de ojos azul Caribe idénticos a los de Rimbaud. Menudean esos ojos por aquí, el azul borroso, un azul lloroso y soñoliento como de acuarela sin secar.
Charleville pertenece a la región del Gran Este, provincia de las Ardenas. Estamos en la Siberia francesa, para entendernos, y aquí en verano debe estarse bien con la brisa que viene del río Mosa. Es la tierra del champán, el oro líquido que ha hecho famosa esta zona. Pero todo en Charleville tiene una aire de cuento, de ciudad inventada. Nada ha sido dejado al azar por el príncipe italiano, y toda la ciudad data del siglo XVII. El Museo Rimbaud, ubicado en un molino con forma de panteón jónico sobre las aguas del río, es lo primero que veo en mi paseo matutino. Si una no tiene demasiada información, hasta podría confundirse con un pastiche, pero lo alucinante es su originalidad  y la función para la que fue creado, un auténtico molino con forma de templo griego, como si el arquitecto que lo construyó  hubiera intuido  que dos siglos después el espíritu de Rimbaud se custodiaría aquí...
Luisa Castro. El Viajero. El País, viernes 27 de septiembre de 2019

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