lunes, 17 de enero de 2022

La doble vida de una mujer bígama

Fotograma de Madelaine Collins
Un elegante prólogo filmado en plano secuencia, con un magnífico manejo del punto de vista y del fuera de campo -la acción principal se desarrolla fuera del ojo de la cámara, y por tanto, lejos del ojo del espectador- abre la película francesa Madeleine Collins. Hay desesperación en el personaje que mueve la acción principal y suspense en cada una de sus maniobras. Vértigo, mentira, dolor. Y no ocurre nada particularmente misterioso: solo es una mujer en una tienda de lujo probándose unos vestidos y teniendo un bajón de tensión. Hay estilo en la narración de Antoine Barraud, su director; también unas gotas de incertidumbre en las pocas frases que se dicen. De ahí en adelante la historia no te suelta. Y aunque el desenlace quizá tenga algo de desilusionante, la película se ve con el brío de lo enigmático.

En el año 1953, la actriz, guionista y directora estadounidense Ida Lupino, cineasta pionera, compuso la soberbia El bígamo, obra de singular atrevimiento desafiante con el código Hays de autocensura, en la que un hombre experimentaba dos vidas en paralelo con dos mujeres a las que quería de distinto modo, pero con igual verdad. Una película valiente y nada maniquea sobre los roles de género que deambulaba entre el drama social, el policiaco y la intriga, narrada en varios tiempos a partir de flashbacks de apoyo. Con semejantes elementos tonales y casi exacta situación, Baraud articula su obra a partir de la doble existencia de una mujer que, por trabajo -como el viajante Edmond O'Brien de la película de Lupino-, está obligada a desplazarse con continuidad, lo que le facilita su castillo de naipes sentimental.

La imponente Virginie Efira es una mujer instalada en la mentira, en principio con sorprendente naturalidad, conforme avanza el relato con acechante desequilibrio. Y a su lado, el español Qim Gutiérrez, estupendo en un papel  en el que pasa por la ternura, el desconsuelo y, finalmente, el agravio. Madeleine Collins tiene una gran virtud: la cadencia de la información ofrecida al espectador, sugestiva por las pistas mínimas y sutiles, que provocan que durante buena parte del relato el público esté tan perdido como interesado. Y, por desgracia, también un borrón final: un desenlace un tanto superficial, que quizá nos hable de un personaje que ha convertido su destino en una adicción, pero que también resulta decepcionante con respecto a la altura de miras desplegada hasta entonces.

Javier Ocaña. El País, viernes 14 de febrero de 2022

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