Fotograma de Madelaine Collins |
En el año 1953, la actriz, guionista y directora estadounidense Ida Lupino, cineasta pionera, compuso la soberbia El bígamo, obra de singular atrevimiento desafiante con el código Hays de autocensura, en la que un hombre experimentaba dos vidas en paralelo con dos mujeres a las que quería de distinto modo, pero con igual verdad. Una película valiente y nada maniquea sobre los roles de género que deambulaba entre el drama social, el policiaco y la intriga, narrada en varios tiempos a partir de flashbacks de apoyo. Con semejantes elementos tonales y casi exacta situación, Baraud articula su obra a partir de la doble existencia de una mujer que, por trabajo -como el viajante Edmond O'Brien de la película de Lupino-, está obligada a desplazarse con continuidad, lo que le facilita su castillo de naipes sentimental.
La imponente Virginie Efira es una mujer instalada en la mentira, en principio con sorprendente naturalidad, conforme avanza el relato con acechante desequilibrio. Y a su lado, el español Qim Gutiérrez, estupendo en un papel en el que pasa por la ternura, el desconsuelo y, finalmente, el agravio. Madeleine Collins tiene una gran virtud: la cadencia de la información ofrecida al espectador, sugestiva por las pistas mínimas y sutiles, que provocan que durante buena parte del relato el público esté tan perdido como interesado. Y, por desgracia, también un borrón final: un desenlace un tanto superficial, que quizá nos hable de un personaje que ha convertido su destino en una adicción, pero que también resulta decepcionante con respecto a la altura de miras desplegada hasta entonces.
Javier Ocaña. El País, viernes 14 de febrero de 2022
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