No voy a hablar de su obra, ya han empezado a aparecer artículos, libros, anuncios de congresos y coloquios para especialistas y expertos en su obra. Para mi Molière significa mucho más porque. sin querer, a través de él se me ofreció la reparación de una humillación que sufrí de niña, como ahora les contaré.
Durante un intercambio con un instituto de Limoges, las profesoras de español P.L. y C.M. nos ofrecieron una visita a Ambazac, una pueblo a 23 kms de nuestra ciudad de acogida, donde nos esperaba una sorpresa. Al poco de llegar, nuestro grupo, profesores y alumnos, reunidos en la entrada de un parque, vimos aparecer un cortejo, que se dirigía a nosotros, formado por un grupo de señores muy elegantes con trajes oscuros, ataviados con unas orejas de burro, en francés, bonnets d'ânes. Estábamos asistiendo a una representación de L'Académie des ânes, la institución que mantiene viva la broma que Molière gastó al Marqués de Ambazac, haciéndole creer que sería admitido en la Academia Francesa. Antes lo visitarían en su castillo. Cuando abrió las puertas para recibirlos se encontró, en lugar de los bicornios de los académicos, una fila de asnos. Sabemos que Molière ha ridiculizado repetidas veces la vanidad con personajes con Monsieur de Pourceaugnac (algunos creen que fue este marqués de Ambazac que sobreestimaba sus dotes de escritor, quien se lo inspiró) o El Burgués Gentilhombre.
Después de una breve ceremonia con algún discurso, compartimos con los "académicos" un festivo picnic, sobre el césped del parque. Impactada por la visión de las orejas de burro en papel plisado verde, con sobrepuestos dorados, no atendí a los discursos, estaba en otro mundo, porque surgió aquel recuerdo de mis orejas de burro. Tenía que compartirlo para aliviar la herida que se abría otra vez, por eso lo conté. Vivía entonces en Celanova, una pequeña villa de la provincia de Orense. Tendría unos 6 años. Iba a un colegio, el único que había, de monjas. Era, según contaban mis padres una niña muy independiente, y sin pelos en la lengua, decía lo que pensaba, lo que ocasionó alguna escena comprometida para mi madre ya que nunca cumplía sus recomendaciones de no repetir todo lo que oía en casa. Una compañera de clase recibió de una de nuestras monjas dos sonoras bofetadas por algo que no hizo bien, no recuerdo el motivo. En la puerta del colegio informé a su madre de lo sucedido con todo lujo de detalles, insistiendo en el color rojo de las mejillas después de las bofetadas. Y así sucedió lo que sucedió por la tarde, una tarde luminosa de mayo: la monja pegona, tan pronto me vio, vino hacia mí, y sin mediar palabra, llena de furia, me colocó unas enormes orejas de burro de cartón completadas por un cartel sobre la frente que decía: Por mentirosa y tramposa. Así estuve toda la tarde, muerta de vergüenza, comiéndome las lágrimas, sin entender nada. Aún hubo más. En el mes de mayo rezábamos el rosario en el patio, dando vueltas en círculo. Me hicieron presidir el cortejo, con nuestros velos blancos y largos, en mi caso las orejas de burro sobre el velo, para terminar en la capilla, puesta en el altar, el castigo debía ser ejemplar.
En medio del silencio que siguió a mi relato, se levantó uno de los "académicos", quizá el de más edad, me dio un abrazo y me ofreció su bonnet d'âne, hoy en la pared de mi habitación. Un gesto que viví como un desagravio a la niña que no sabía que la verdad casi siempre tiene un precio.
Carmen Glez Teixeira
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