Este paisaje elitista, etéreo, frívolo, lo dibuja con erudición y originalidad el ensayista italiano Piero Camporesi (1926-1997) en El sabor del chocolate, que ahora edita Debate en español. El historiador narra el triunfo de los destilados, las gelatinas, los sorbetes, los consomés y bebidas como el té y el café, que no embotaban los sentidos sino que hacían que las personas fuesen más activas y combativas, frente a los a los sanguinolentos pedazos de animales que había que roer. "El gusto del siglo era más propenso a ver y a oír que a saborear y a comer", resume el autor.
Sitúa Camporesi el embrión de la gran época de la alta cocina francesa durante la negociación del Tratado de Utrech, en las mesas de los embajadores plenipotenciarios, y su madurez en los años de la regencia de Felipe de Orléans (1715-1723). Vincula, además, la hegemonía cultural y el internacionalismo culinario galo con el expansionismo militar y la política dinástica de los Borbones: Francia exportaba cañones, ideas y recetas.
"Más que una floración fue un estallido, una explosión imprevisible de refinamiento, combinada con la alegría de vivir y el sutil placer de la conversación chispeante", explica el historiador sobre el fenómeno de reforma gastronómica. "Esa ciencia de los sabores dio un brío inigualable a la cultura del siglo y constituyó un propelente inigualable de las ideas de los filósofos y de las damas intelectuales".
El producto estrella de la época fue el chocolate, el "caldo de las indias", esa "bienaventurada eternidad potable", un "gémino tesoro", según lo definieron entonces. Su origen conduce a México, al Nuevo Mundo, fábrica de otras novedades exóticas que fascinaron a los europeos del XVIII. Concretamente fueron los conquistadores españoles, liderados por Hernán Cortés, quienes tomaron su uso de los aztecas, transformando en una bebida agradable, dulcificada, el chocolat picante, especiado, que constituía el alimento de los dioses.
Durante la Ilustración el chocolate se preparó mezclando sencillamente azúcar y cacao con un ligero toque de vainilla y canela. Fue una bebida especialmente reivindicada por los jesuitas, que conoció un "frenesí generalizado", "una marcha triunfal", destaca Camporesi, más arrolladora incluso que la del café. No podía faltar en las mesas coloridas de la aristocracia y en las veladas de debate de los salones literarios. Atrás quedó su función como ingrediente sólido e importantísimo de las raciones de los soldados, aunque pocos se imaginarían su nueva reputación del futuro, nuestro presente: la virtud de convertirse en comida erótica.
David Barreira. El Cultural, 14-2-2022
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