La obra bien merece un planteamiento riguroso. Son muchas las bellezas que atesora a lo largo de sus 44 números. Y un comentario que aquí ha de ser breve. Lo primero que llama la atención es la distribución en cuatro partes, cuatro cantatas correspondientes a cada estación, que constituyen a su vez dos mitades bien diferenciadas: Primavera y Verano, que se ocupan de la descripción del entorno natural, en un espíritu y unos contenidos que no quedan lejos de los que animan las dos partes iniciales de La Creación, y Otoño e Invierno, en donde hace su aparición la actividad humana, que da pie a la narración, en buena medida descriptiva, de sus hechos y labores, que deja sitio para la reflexión de sabor cuasi filosófico, y que abre un final que, como en el oratorio precedente, canta la obra del Todopoderoso.
Los tres solistas no son ángeles, como en La creación, sino personas reales que actúan como testigos o como protagonistas...En la partitura encontramos un poco de todo, números de variado tipo y procedencia, sin que la heterogeneidad determine incoherencia gracias a la prodigiosa habilidad sincrética, como destaca Marie-Aude Roux, del compositor, capaz de unir la inspiración popular del lied o singspiel a la dramaturgia religiosa handeliana en un fluido contino y articulado. (...)
La obra es, en todo caso, una exaltación de la tierra, "como garante de una vida más recta y de costumbres mas íntegras", en expresión del musicólogo italiano Giorgio Pestelli. La naturaleza como espejo de acciones y de trabajos, aunque tal visión esté muy lejos de aquella que el romanticismo practicó, donde, más allá de fáciles simbolismos, se establece una unión, una identificación, una confusión entre paisaje interior y exterior.
Arturo Reverter. El Cultural, 23-2-2024.
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