Un hombre y una mujer, John y May, cuyos trazos se apartan de lo común, se conocen en 1979. Él cuenta a ella que tiene un secreto y hasta 2004 coincidirán en un extraño club nocturno, con un curioso personaje de portera, la Fisonomista, y una suerte de encargado de guardarropa metidos a narradores omniscientes.
Junto a ellos, sus miradas, sus silencios -sin besos ni sexo, tampoco salen a la pista-; y sus breves conversaciones son muchas veces ahogadas por la música, en un recorrido que va desde la verbena popular inicial a la música disco y la tecno en sus variaciones, al tiempo que el propio público va marcando la evolución temporal con sus ritmos, su vestuario, sus coreografías. En fin, el arco perfecto para recrear una obsesión que también quiere ser una peculiar historia de amor que acabará mutando a ambos.
Mientras el mundo vive cambios de vértigo en ese cuarto de siglo, Chiha envuelve sus encuentros en una atmósfera fascinante y sensual que va más allá de los tiempos, y que debe buena parte de su encanto al cuidado trabajo de arte, junto a la fotografía y el uso de la luz. Y, claro, a la discoteca que da título al filme, que es coprotagonista en sí misma, testigo ruidoso del drama que se cuece en torno a ese misterio que deseamos descubrir y que concluye a la manera digna del cine romántico canónico: en un cementerio. Mención particular para la labor de los actores Anaïs Demoustier y Tom Mercier, porque lo bordan.
M.A. Fernández. La Voz de Galicia, viernes 8 de marzo de 2024.
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