martes, 25 de marzo de 2025

Proust al óleo. Un tiempo recobrado

Pienso que a Marcel Proust (1871-1922), tan snob, le habría encantado pasar unos meses en el Museo Thyssen-Bornemisza, que, en su tiempo, era todavía el palacio de los duques  de Villahermosa, de gran abolengo. Como escritor, habría sacado partido a la saga de los Thyssen: su contemporáneo Heinrich fue un rico industrial, noble por matrimonio, que apoyó su ascenso social en una gran colección artística, y el hijo de este, Hans-Heinrich, un amante del arte con mucha actividad amatoria y pasión final por una Odette de Crecy, personaje de En busca del tiempo perdido que en los primeros borradores ... se llamaba Carmen. Pero Proust habría disfrutado sobre todo de las colecciones de este museo, con importantes obras del Renacimiento italiano, del Barroco neerlandés o del Impresionismo , sus grandes áreas de interés. La afinidad en el gusto queda demostrada por el hecho de que, para recrear el universo estético del escritor, se ha podido recurrir con largueza a las obras propias.


Sorprendentemente, no se había organizado -ni siquiera en el centenario de su muerte, en en 2022- ninguna exposición importante sobre su relación con la pintura desde los años noventa. Y es en verdad un aspecto crucial en su vida y en su obra, hasta el punto de poder entender su gran novela como una anchurosa reflexión sobre la creación. Fernando Checa, especializado en el Renacimiento y el Barroco, y comisario de memorables muestras -la última fue La otra Corte- se ha revelado como un atento estudioso de Proust y nos propone un acercamiento a su formación estética, a los lugares reflejados en su obra -París, Venecia y Balbec (la costa de Normandía)- y a las personas que orientaron su criterio y que inspiraron personajes principales. Obviamente, si han leído En busca del tiempo perdido van a apreciar mejor este fresco.

El canon artístico proustiano no solo se dibuja en los siete tomos de esta novela: escribió crónicas de los Salones y artículos para revistas , algún ensayo breve e innumerables cartas. En Los placeres y los días, que centra la primera sala, refleja su iniciación en el Louvre a través de algunas de las obras -un refinado Van Dyck entre ellas- que glosó en ese librito, ilustrado por la "emperatriz de las rosas", Madeleine Lemaire (Madame Venturin en la ficción ); ella fue una de las personas que, junto al conde de Montesquiou (barón de Charlus), doblemente retratado aquí , no solo le facilitaron  el acceso a los círculos  aristocráticos  que le fascinaban sino también herramientas para afinar su apreciación del arte. En esta tarea tuvieron también gran peso los coleccionistas y críticos Charles Ephrussi y Charles Haas, que comparecen en retratos de León Bonnat y James Tissot, transmutados en Charles Swann en la novela. Y John Ruskin, a quien Proust traduce ¡sin saber inglés! y a quien dedica una sala, marcó en buena medida su interés por la arquitectura gótica francesa y  por Venecia, desde donde Mariano Fortuny, a quien cita a menudo, impone su modo revival . (...)

En la ficción, el pintor de referencia de Proust es Elstir. Su nombre rehace el de Whistler pero su cambiante ideario estético se basa en Moreau, Manet, Monet y Harrison. Las colecciones del museo y de Carmen Thyssen  arropan la presentación de este artista imaginario mediante notables cuadros, presididos por unos nenúfares de Monet.

No ha podido venir la Vista de Delft - que provocó la muerte del escritor Bergotte en el inmortal pasaje literario-, aunque sí un cuadro que éste cita, Diana y sus ninfas. El otro artista neerlandés que veneró, Rembrandt, personifica a través de dos autorretratos que declaran los estragos del tiempo el final de la gran novela y cierra melancólicamente, junto a las imágenes de Proust muerto, demasiado joven, la exposición.

Elena Vozmediano. El Cultural, 7-3-2025.

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