sábado, 20 de enero de 2018

Francia reina en los museos de Nueva York

Los Burgueses de Calais  en el Metropolitan Museum of Art
La presencia poderosa de Francia, sobre todo de su pintura, en los tres museos que visitamos, Met, MoMA y Guggenheim me sorprendió gratamente. En realidad fueron más paseos que visitas, siempre presionados por la premura del tiempo. Del Metropolitano salí como se sale de un banquete extraordinario pero excesivo. En las Galerías Meyer, dedicadas a la pintura europea del XIX y principios del XX,  destaca por la cantidad la francesa.  Era la última parte del recorrido, mis hijos me dieron unos veinte minutos para echar un vistazo. Me sentí como un hambriento ante una mesa rebosante que sabe que dispone de muy poco tiempo para el festín: dos salas al menos para Corot, otras tantas para Courbet. Manet, Degas, 37 obras de Monet, Renoir, 20 de Cézanne, Gauguin, Van Gogh.  Picasso y Matisse. No sé cómo también me encontré frente a David, La Tour y Fragonard y tantos otros que no recuerdo. Extravíe mi pequeña libreta donde iba anotando una selección para enumerar lo que ví con un cierto criterio  ya que, como el hambriento que ignora el orden establecido para comer, así me estoy comportando hoy con este desfile de pintores, cada uno con numerosos cuadros, que contemplé aturdida. De todos ellos se impone ahora el recuerdo de L'autoportrait avec le chapeau de paille de Van Gogh. Y no sólo pintura, cuando recuperé a mis hijos y buscábamos la salida, desembocamos en una gran galería dedicada a Rodin. Un poco antes, deambulando, pasé ante Ugolino y sus hijos de Carpeaux. En algún momento cruzamos una puerta del siglo XIII, con dos estatuas hechas en Borgoña, una cada lado de la puerta, de dos reyes: el rey Clodoveo I y el rey Clotario. También pertenecen al Metropolitan aunque se encuentran en otro lugar, un museo de Arte Medieval, en el Uptown de Manhattan, los Cloisters/cloîtres/claustros medievales franceses, cinco cloîtres franceses restaurados que fueron incorporados al edificio moderno, que por supuesto no vimos. En ese museo se guardan 5.000 obras dedicadas a la Europa medieval. Entre ellas: Les Belles Heures du Duc de Berry y una serie de siete tapicerías llamadas La chasse à la licorne / La caza del unicornio.


Más a mi alcance, para ver en tan poco tiempo, me parecieron el Moma y el Guggenheim. Al Moma llegamos una hora escasa antes de cerrar que entre el tiempo de espera y los preparativos se quedó en 3 cuartos de hora así que mi hija, que ya había estado en el museo, hace unos años, me llevó directamente a las salas de pintura. Enseguida nos encontramos con Las señoritas d'Avignon, El bañista, La persistencia de la memoria, El taller rojo, L'anniversaire... Entonces vimos una aglomeración como las que se producen en torno a La Gioconda en el Louvre: La noche estrellada de Van Gogh. Imposible verla, tal era la multitud que la rodeaba para hacerse una foto con el cuadro de fondo. Picasso, Cézanne, Dalí, Matisse, Chagall estaban esa tarde casi solos. El interés de los visitantes se concentraba en conseguir la foto con el cuadro de Van Gogh. Huyendo de la multitud seguimos el circuito sin saber qué sorpresa maravillosa nos esperaba: una sala entera de Les Nénuphars de Monet en gran formato. Solo por este encuentro vale la pena un viaje a Nueva York, me dije a mí misma. Todavía hoy no he podido confirmar si esta sala forma parte de la colección permanente del museo o sigue ahí desde una gran exposición sobre Monet en 2010. Ya de retirada pasamos ante  Hopper, Rothko, Pollock y desde las escaleras vislumbro una de las arañas de Louise Bourgeois. El museo cuenta con un jardín de esculturas  que quedó para otra vez. Este museo fue fundado por tres filantropas estadounidenses, una de ellas la esposa de Rockefeller para "ayudar a la gente a entender, utilizar y disfrutar de las artes visuales de nuestro tiempo". 

Aunque mencioné tres museos nuestro grupo de tres estuvo en cuatro. En nuestra tercera visita frente al Central Park, nos dividimos: mi hijo se quedó en el Museo de Historia Natural mientras madre e hija cruzamos el gran parque para dirigirnos al Guggenheim. Una vez más comprobamos la eficacia de los americanos para mover las colas de visitantes con gran rapidez.
Mi hija me dice que es su museo favorito. "Quiero un templo del espíritu"ese fue el encargo que hizo la baronesa Hilla Rebay en 1943 al arquitecto Frank Lloyd Wright para acoger la colección de Salomón Guggenheim. "No quiero un museo como los que hay en Nueva York..."le dijo a Wright. Me costó reconocer la originalidad del edificio con su gran cúpula de cristal sobre el patio central  y la gran rampa en espiral que conduce a las salas. Condicionada por el Guggenheim de Bilbao, sin tener en cuenta que son obras de arquitectos diferentes de época diferentes, no supe valorar inicialmente la belleza de este edificio que recuerda la forma de un teatro o me atrevería a decir de un circo romano. El día de nuestra visita, lleno de turistas, presenta una gran exposición sobre China que se extiende por las paredes y salas de la espiral. En las salas de pintura francesa  de nuevo Picasso, Degas, Manet, Chagall y también Robert Delaunay, Fernand Léger, Camille Pissarro.

 Anochece cuando cruzamos de vuelta un solitario Central Park y las últimas luces se apagan en el Museo de Historia Natural. En un banco frente al museo nos espera sentado mi hijo. Desde el taxi que nos lleva al hotel nos despedimos de los dinosauros que flanquean la entrada de este enorme edificio de corte neoclásico con una fachada de 244 metros de longitud dedicada a Theodore Roosevelt.

Carmen Glez Teixeira

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