Joan Bodon. Foto Club Edito |
Aquí ese estilo es el medio para acompañar el soliloquio ansioso y la periferia maldita -entre el vino y las prostitutas- de alguien sin nombre a quien le diagnostican un cáncer terminal y que decide viajar a París, pero se baja en Clermont-Ferrand ("Clarmond de Auvernia"), que es la frontera misma de la patria occitana. En el vagabundeo cumple con las reglas de la novela del camino, con sus encuentros inesperados y sus conversaciones de abrupta profundidad y banalidad a la vez. Próxima a La caída (1956) de Albert Camus, en el tono y también en la elección de la trama, fue escrita a partir de 1954 y se publicó en 1964. Pero la tentación de convertir a Camus en la única referencia oscurecería el recuerdo de autores que como Georges Bernanos, eran en aquella época el registro dominante de una literatura donde el absurdo del existencialismo popular convivía con un ansia sarcástica de Dios, un Dios invocado, hostil, católico (aunque los franceses mantienen siempre un lado hugonote o jansenista.
Un dios en suma interiorizado que camina en El libro de los finales con los pastores, las mujeres perdidas y los miserables. El Dios sin duda de Dostoievski, que alimentaba a un sector de la intelligentsia francesa, que se puede reconocer en Mouchette, Diálogo de carmelitas, o Diario de un cura rural -traducido a muchas lenguas hasta la saciedad- y que creo próximo a Bodon. Por supuesto la desesperación de este personaje no es solo individual o religiosa, sino comunitaria. Junto con él viaja el occitano, la lengua excelsa de los trovadores, que, como dice Edgardo Dobry en el epílogo, en este narrador no es arqueología, ni documento, sino vida. Él es "el último que no estudia las canciones provenzales, sencillamente las sabe de memoria, son parte de su carne y reaparecen en su soliloquio sin esfuerzo, son el estribillo de su pensamiento"...
Nora Catelli. Babelia, El País, sábado 30 de junio de 2018
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