martes, 11 de diciembre de 2018

Algo relacionado con la vida: el Museo Gustave Moreau

Museo Gustave Moreau
Mis padres nunca intentaron cultivarme a una edad temprana (ni a ninguna otra); como tampoco trataron de disuadirme de que lo hiciese. Ambos eran maestros de escuela, por lo tanto el arte (o quizá, para ser más exactos, la idea del arte) era algo respetado en mi casa. Había buenos libros en las estanterías e incluso había un piano en el salón, aunque jamás se tocó en toda mi infancia. Era un regalo que mi abuelo materno había hecho a mi madre, su adorada hija, cuando era una joven pianista, talentosa y prometedora. Sin embargo sus estudios pianísticos se pararon en seco  cuando tenía veinticinco años y tuvo que enfrentarse a una intrincada partitura de Scriabin...
En cuanto a la pintura, en la casa había tres cuadros al óleo. Dos eran paisajes del Finisterre francés, pintados por uno de los assistants de mi padres... El tercer cuadro estaba colgado en el vestíbulo de casa. Era un óleo de un desnudo femenino, con un marco dorado; probablemente una copia del siglo XIX. Mis padres la habían comprado en una subasta, a las afueras de Londres donde vivíamos...
No fue hasta el verano de 1964, mientras pasaba varias semanas en París al acabar el instituto y antes de entrar en la universidad, cuando empecé a ver pintura por voluntad propia. Aunque al Louvre debí de haber ido más por obligación, aquel museo enorme, oscuro y anticuado me impresionó sobre manera, quizá porque no iba nadie conmigo y no estaba sometido a la presión de simular respuesta alguna ante una determinada obra. El Museo Gustave Moreau, cerca de la Gare Saint-Lazare, había pasado a manos del Estado francés tras la muerte del pintor en 1898 y, dada la lobreguez y suciedad de lasa salas, no parecía que nadie se hubiese esmerado en preservarlo desde entonces. En el piso superior se encontraba el estudio de Moreau, de techos altos y enorme como un granero, que apenas lograba calentarse mínimamente con una estufa negra y maciza que seguramente sería la misma que usaba el pintor en su época. Del suelo al techo las paredes estaban abarrotadas de cuadros mal iluminados y había unos grandes muebles de madera de cajones estrechos que podías abrir para estudiar cientos de bocetos preliminares. Yo no había visto nunca nada de Moreau y no sabía nada de él (menos aún que era el único pintor contemporáneo de Flaubert a quien éste admiraba incondicionalmente). Toda aquella obra me desconcertó: exótica, enjoyada y de un oscuro brillo, con una mezcla extraña de simbolismo accesible e inaccesible a la vez, del cual poco podía yo sacar en claro. Quizá fuese el misterio lo que me atrajo; y quizá admiré más a Moreau porque nadie me dijo que lo hiciese. Pero no hay duda de que fue allí donde me recuerdo observando por primera vez unos cuadros detenidamente, en lugar de permanecer ante ellos con una actitud pasiva y sumisa...
Julián Barnes. Ideas. El País, domingo 9 de de diciembre de 2018

Este texto forma parte de Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte, nuevo libro del novelista británico Julian Barnes, que edita Anagrama el 12 de diciembre. Traducción de Cecilia Ceriani.

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