Fotograma de Viaje a Nara |
Un cierto hálito apocalíptico recorre esta película en la que la directora japonesa Naomi Kawase sigue fiel a sus esencias, a la par que se coloca en un inesperado territorio de cercanía con el cine de catástrofes, sugiriendo más de una posible línea de parentesco con la poética de Kiyoshi Kurosawa, el cineasta que con mayor insistencia ha profundizado en la naturaleza progresivamente espectral de la condición humana. La directora captura la vida natural en su vibrante organicidad, pero su cámara también recorre los túneles que horadan las montañas, las vías ferroviarias... las huellas de la presencia humana, en suma.
Jeanne (Juliette Binoche), cronista de viajes, se desplaza hasta los bosques milenarios de la prefectura de Nara, en busca de una planta mitológica: la visión, que libera sus esporas una vez cada mil años, periodo de tiempo que acaso también pueda marcar el ciclo de renovación que la naturaleza necesita para librarse de huéspedes tan agresivos como la propia humanidad. Viaje a Nara (Visión) es una de las películas más enigmáticas de Kawase. También es una obra rica en detalles expresivos -el modo en el que la puntual lágrima que recorre el rostro de la Binoche anticipa las más esquivas resonancias de la trama- y generosa en su capacidad reflexiva, como ilustra esa poderosa conversación sobre la capacidad del lenguaje para comunicar conceptos, tan condicionada por su incapacidad para transmitir sentimientos.
El bosque de Nara, con su latente amenaza, se configura como territorio fantástico, capaz de abolir el tiempo. Allí, el personaje de Jeanne podrá cerrar una historia abierta, que la película ha ido tratando, con singular elegancia, como esquivo sustrato de un presente donde el encuentro entre ella y el opaco leñador Satoshi abre un camino posible: el del amor y afecto, cualidades redentoras de una especie humana a la que se confió un paraíso.
J. C. El País, viernes 28 de diciembre de 2018
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