Al cruzar Luxemburgo, el Gran Ducado se convierte en noticia. Este día, 100 nuevos casos se declaran en este país de 651.000. Los países vecinos desaconsejan viajar, pero las fronteras siguen abiertas. Nadie desea repetir la experiencia de la primavera, cuando en Europa, por primera vez en décadas, se erigieron barreras que parecían olvidadas.
"No necesita llevar mascarillas, se la puede quitar", dice el recepcionista de un hotel de Sarrebruck, capital del estado federado del Sarre. Alemania -por debajo de 10.000 muertes; menos de un tercio que en España y Francia- mantiene la calma. En el bar del hotel, el televisor emite de imágenes de disturbios en Francia. A la mañana siguiente, la radio repite como un estribillo las informaciones sobre el tráfico.
Nada se parece tanto a un atasco del viejo mundo como otro atasco en el nuevo: en el Autobahn se avanza a trompicones. Nada en las serpeteantes carreteras que descienden por la región de Suabia -al sur de Stuttgart y en dirección al lago Constanza y a Suiza- recuerda a un mundo azotado por una pandemia. Y ahora nada hace sospechar en las calles de Sigmaringa, a media mañana, que el virus pasó por aquí . Ni que en los estertores del Tercer Reich, esto fue el escenario de un sainete siniestro.
"En mi familia, nunca se habló de lo que pasó en el castillo", dice Jürgen Schütz, profesor de francés y de inglés jubilado, criado aquí. "Jamás, jamás". Hace unos años , en una librería en Francia, un titulo le llamó la atención: Sigmarigen, de Pierre Assouline. La sorpresa fue tal -los secretos de su pueblo revelados por un autor francés- que por su cuenta decidió traducir la novela al alemán.
Los jóvenes de la posguerra tenían otras cosas en la cabeza. Los mayores no se lo habían contado, aunque sobreviven testimonios. El peluquero jubilado Heinz Gauggel nos recibe en un abigarrado apartamento. Tenía 12 años cuando Vichy se instaló en su pueblo. Recuerda al embajador japonés ante la Francia vichysta, de quien conserva cartas y fotos. Y al excéntrico doctor Destouches que una vez -dice- curó a un amigo suyo tras dispararse una pistola.
Céline, autor de Viaje al fin de la noche y de furibundos panfletos antisemitas, huyó después a Dinamarca, donde fue encarcelado, antes de vivir retirado en una mansión fantasmal en las afueras de París, y escribir la crónica alucinada del periplo, De un castillo a otro.
"Como escritor, siempre me han fascinado los lugares cerrados", explicará por teléfono Pierre Assouline mientras nuestro viaje prosigue hacia Suiza, como Pétain en 1945 antes de ser detenido y condenado a muerte. "Los franceses, además, están persuadidos de que la liberación de París, en agosto de 1944, es el fin de la guerra y no les interesó lo que pasó después", continúa Assouline. "Pero la razón principal para escribir el libro es que mi padre formaba parte del ejército que liberó a Alemania. De pequeño me hablaba de Sigmaringa. Para mí era un castillo fantástico".
El castillo de las hadas o de los brujos, propiedad de los Hohenzollern-Sigmaringen, está hoy cerrado. Nada recuerda el paso de la tropa de Pétain. Los turistas lo ignoran. Al pie del casillo dos holandesas toman el té tras una nueva etapa en bicicleta entre las fuentes del Danubio y de Ratisbona . Cuando pedalean sin máscara ni nadie alrededor, el aire fresco y el río entre las montañas, la historia queda lejos. La pandemia también. "En bicicleta, te olvidas del coronavirus", dice Meeussen. "La naturaleza te protege"
Las máscaras de la pandemia pasarán. Las de la historia quedarán.
Marc Bassets. El País, domingo 2 de agosto
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