sábado, 22 de agosto de 2020

El verano más extraño de Europa: Ostende

Ostende
Es el fin de un continente: un finis terrae. O su kilómetro cero, si se le da la espalada al mar. La marea baja, el graznido de las gaviotas, una lluvia persistente que por momentos convierte la ciudad en una pecera aislada del tiempo y del espacio. Los bañistas intrépidos, severamente vigilados por los socorristas con su uniforme rojo. "Está muy fría, muy fría", dice Naser, un adolescente que acaba de salir. "Y salada". Tiembla, corre y se pelea con su amigo Hariri por un trozo de toalla. La etimología de Ostende da pie a la confusión: el fin oriental. Es porque, en su origen, el lugar donde hoy se eleva la ciudad era el este de una isla ante la costa belga. La isla ya no existe y Ostende no es el fin oriental. Si acaso, el occidental. Más allá de la playa de arena, las olas, y más allá aún, el Reino Unido.
Este verano había en el periodismo poco trabajo -el mes de julio suele ser en Europa el más tranquilo del año-, en vista de lo cual decidí ir a pasar ocho días a Ostende", escribe Joseph Pla en uno de los cuentos de La vida amarga. Desde la ventana del Excelsior, el narrador observa la playa. Y ve "todo tipo de monstruos humanos, machos y hembras, secos y mojados, jóvenes y viejos".
Ostende, 70.000 habitantes, aristocrática y popular. Canalla y sofisticada. Literaria. Arrasada con sus edificios belle époque por los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial y reconstruida en el estilo gris y funcional del milagro económico de la posguerra. Un escenario idóneo de un noir que mezclase contrabandistas y equívocos artistas de cabaré: el casino Kursaal, el Hôtel du Parc. Un puerto brumoso del que saliesen los últimos barcos al exilio o al que llegasen las estrellas en busca de una penúltima oportunidad, como una película de Fassbinder o un relato de Patrick Modiano.
Aquí arranca un viaje del mar del Norte al mar Negro -costa a costa, fotógrafo y redactor- por el continente en su verano más extraño, desde un invierno y una primavera pandémicos. Cerca de 140.000 muertos y más de 1,4 millones de casos; un confinamiento que frenó la expansión del virus, una desescalada sin convicción; y en el horizonte, un otoño y un invierno a tientas.
Palmeras, mojitos, mejillones: hay algo fuera de lugar -un vago sentimiento de desubicación- en el Polé Polé Beach, un bar de estilo tropical en la arena empapada por la lluvia y la marea de Ostende. La covid-19 está y no está. "La gente es más amable ahora", celebra Benjamin Leyts, camarero. "Nosotros lo tenemos todo el rato en mente: la máscara, lavarnos las manos. Pero para las personas que vienen aquí es un día de playa. Se olvidan", explica su colega Aaron D'Haene.
Hace 106 años, un súbdito del emperador austro-húngaro que pasaba sus vacaciones en Ostende constató un fenómeno similar mientras los engranajes de la Gran Guerra se ponían en marcha. "Los alegres veraneantes se ponían bajo los toldos coloreados en la playa o iban a bañarse, los niños hacían volar cometas y los jóvenes bailaban frente a los cafés en el dique (...) La única perturbación venía del vendedor de periódicos que, para estimular el negocio, gritaba los titulares amenazantes de la prensa de París. Austria provoca a Rusia, Alemania prepara la movilización", escribía años después el escritor vienés Stefan Zweig em sus memorias, El mundo de ayer...

Marc Bassets. Del mar del Norte al mar Negro.: Ostende. El País, sábado 1 de agosto

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