En el taller de Christian Boltansky. Foto: Léa Crespi
P.- ¿Cómo ha vivido este año tan extraño?
R.- La verdad es que estoy muy deprimido. Muchos artistas se pasan la vida confinados, pero yo no. Giacometti no salía nunca de su estudio, salvo para ir al bistró y al burdel, pero yo tengo una necesidad muy grande de estar activo. Tal vez porque soy un pesimista nato y necesito llenar mi tiempo con muchas cosas. Así evito encontrarme solo y pensar demasiado...
P.- Sostiene que cada artista trabaja a partir de un trauma original. ¿Cuál sería el suyo?
R.- Mi trauma es mi fecha de nacimiento. Nací justo al final de la Segunda Guerra Mundial y crecí escuchando a los amigos de mis padres, supervivientes del Holocausto, relatar sus tristes historias durante noches enteras. Desde bebé supe que el mundo es un lugar terrible y que todos íbamos a morir. El arte ha sido como un psicoanálisis muy lento a través del que ese trauma se me ha hecho un poco más llevadero.
P.- Precisamente, se suele vincular su obra a la experiencia judía.
R.- En realidad, no soy judío. Mi madre era católica, y mi padre, un judío converso. Hice la primera comunión, me encantaba la catequesis y no he entrado en una sinagoga en toda mi vida. En mi obra he querido reflejar una dimensión más universal y no he usado ni una sola vez en mi trabajo. Lo que sucede es que mi padres se pasó casi dos años escondido de los nazis bajo el suelo de nuestra casa...Heredé el miedo que ellos sentían por una masacre que, en realidad, nunca terminó. Seguimos viviendo rodeados de masacre, aunque nos creamos en período de tregua.
P.- Y, pese a todo , usted se considera culturalmente japonés...
R.- Me interesan el budismo y el sintoísmo porque son religiones en las que, como sucede en el judaísmo, no hace falta creer en Dios para ser religioso: basta con intentar encontrarlo. Además los japoneses destruyen sus templos cada 20 años y los vuelven a construir de manera idéntica, aunque con inevitables variaciones. Yo hago lo mismo con mi obra: destruyo cerca del 90% de mi trabajo y luego lo recreo cuando la ocasión lo requiere. Es como una partitura musical: la base siempre es la misma, pero existen infinitas variaciones en la forma de interpretarla...
Álex Vicente. Babelia. El País, sábado 26 de septiembre de 2020.
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