lunes, 27 de septiembre de 2021

"Pearl", en la piel de una culturista

De la pesadilla interior que a veces provoca el deporte de competición se ha hablado mucho en estos últimos meses, con sucesivos desmayos mentales en portentos físicos, provocados por razones de toda índole y condición, con base en la tantas veces desmesurada exigencia exterior y en la siempre peligrosa autoexigencia. Y aunque podríamos discutir si el culturismo (y su hipertrofia muscular) es un deporte, lo cierto es que la película francesa Pearl, ejercicio de estilo de Elsa Amiel, se acerca a una de esas debacles.

La idea de Amiel, en su segundo trabajo como directora, es que la pantalla transmita hacia afuera el dolor enquistado en un cuerpo poderoso que se enfrenta a sí misma (y a su entrenador, como arquetipo de tirano frío y calculador) en el campeonato mundial de culturismo femenino. Con una reducidísima profundidad de campo en la imagen, para así mostrar el restringido espacio de pastillas, alimentación, ausencia de agua, flexiones, pesas, entrenamiento y autodestrucción en el que se mueve la existencia de la protagonista, Amiel apuesta toda su película a esa imagen,, potente, sin duda, aunque insuficiente  porque el guión roza lo esquelético.

En ese ambiente de competición, auspiciado por las luces de neón, los hoteles horteras y el maquillaje de los cuerpos y personalidades, entran dos elementos que pretenden contrastar pero que no pueden ser más forzados y poco plausibles, al menos con el nulo desarrollo que le imprime Amiel: el exmarido de la protagonista y su hijo pequeño, al que hace años que no ve y del que debe hacerse cargo en esos días del concurso.

Escueta y quizá precisa para lo que se quiere contar, Pearl , sin embargo, se queda corta. Porque el poder de ciertas imágenes sólo le da para instantes esporádicos, y porque el reto del relato, de poquísimos diálogos y desnudo progreso, apenas interesa y mucho menos conmueve. Con la cámara siempre a unos centímetros de la piel sudorosa de la mujer, Amiel compone una odisea de incandescencia y sonido, de falsa luz y de música electrónica que taladra por dentro. Pero escasamente durante un rato.

Javier Ocaña. El País, 10 de septiembre de 2021

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