La idea de Amiel, en su segundo trabajo como directora, es que la pantalla transmita hacia afuera el dolor enquistado en un cuerpo poderoso que se enfrenta a sí misma (y a su entrenador, como arquetipo de tirano frío y calculador) en el campeonato mundial de culturismo femenino. Con una reducidísima profundidad de campo en la imagen, para así mostrar el restringido espacio de pastillas, alimentación, ausencia de agua, flexiones, pesas, entrenamiento y autodestrucción en el que se mueve la existencia de la protagonista, Amiel apuesta toda su película a esa imagen,, potente, sin duda, aunque insuficiente porque el guión roza lo esquelético.
En ese ambiente de competición, auspiciado por las luces de neón, los hoteles horteras y el maquillaje de los cuerpos y personalidades, entran dos elementos que pretenden contrastar pero que no pueden ser más forzados y poco plausibles, al menos con el nulo desarrollo que le imprime Amiel: el exmarido de la protagonista y su hijo pequeño, al que hace años que no ve y del que debe hacerse cargo en esos días del concurso.
Escueta y quizá precisa para lo que se quiere contar, Pearl , sin embargo, se queda corta. Porque el poder de ciertas imágenes sólo le da para instantes esporádicos, y porque el reto del relato, de poquísimos diálogos y desnudo progreso, apenas interesa y mucho menos conmueve. Con la cámara siempre a unos centímetros de la piel sudorosa de la mujer, Amiel compone una odisea de incandescencia y sonido, de falsa luz y de música electrónica que taladra por dentro. Pero escasamente durante un rato.
Javier Ocaña. El País, 10 de septiembre de 2021
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