lunes, 13 de septiembre de 2021

La excéntrica ganadora de los César

Los premios Cesar de este año, los de la reivindicación de la apertura de los cines en medio de la pandemia, encumbraron entre la sorpresa general a la producción más insólita de las candidatas. Adiós, idiotas, excéntrica comedia negra de Albert Dupontel sobre la enfermedad terminal y el suicidio, recibió siete galardones, entre ellos los de película, dirección y guión. Mientras a las dos grandes favoritas, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, de Emmanuel Morel, y Verano del 85, de François Ozon, ambas ya estrenadas en España, les faltó poco para irse de vacío pese a sus 25 nominaciones conjuntas (un único premio entre ambas, el de actriz de reparto para la de Morel). No había sido un gran año, sin duda, pero vistas las tres y los galardones, en retrospectiva, la noche se revela como aún más excéntrica que la película ganadora.

Adiós, idiotas arranca de un modo fenomenal. Dupontel, valiente desde su debut en la dirección, Bernie (1996), con el que tantos paralelismos temáticos y tonales hay en su nueva obra, dedica su trabajo a Terry Jones, y Terry Gillian tiene un cameo muy especial. El diálogo inicial que es terrible en su interior, pues se trata de la conversación entre un médico y una paciente de mediana edad a la que se comunica su estado terminal, tiene gracia. Y todo eso no es nada fácil. La peluquera a la que los sprays de sus clientas han comido los pulmones y que dedica sus últimos días de vida a encontrar al hijo que entregó a los servicios sociales cuando dio a luz a los 15 años, parece un gran personaje. También el que va a ser su compañero de fechorías, al que interpreta el propio director: un triste funcionario del Ministerio de Sanidad, especialista en datos, que ha decidido suicidarse.

Como suele ocurrir en las películas de Dupontel -habitual actor, rostro conocido en títulos como Irreversible y Dejad de quererme-, el despliegue formal es casi más importante que el del relato, y aquí repite con una oscura comedia muy física que no siempre hace diana, pero que, al menos en su primera mitad, contiene suficientes atractivos, casi siempre relacionados con su dificilísima ambigüedad tonal: todo es despiadado, y sin embargo, la comedia sigue estando presente, aunque dejando poco a poco un singular fondo de amargura y misantropía.

En la segunda mitad, en cambio, la película decae, y mucho, y el encuentro final con el hijo perdido casi treinta años atrás resulta un fiasco emocional. Eso sí, la última secuencia es una fiesta atroz, y vuelve a dejar el mismo poso: el de la extraña y atractiva amargura de un autor felizmente raro.

Javier Ocaña. El País, viernes 10 de septiembre de 2021

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