Adiós, idiotas arranca de un modo fenomenal. Dupontel, valiente desde su debut en la dirección, Bernie (1996), con el que tantos paralelismos temáticos y tonales hay en su nueva obra, dedica su trabajo a Terry Jones, y Terry Gillian tiene un cameo muy especial. El diálogo inicial que es terrible en su interior, pues se trata de la conversación entre un médico y una paciente de mediana edad a la que se comunica su estado terminal, tiene gracia. Y todo eso no es nada fácil. La peluquera a la que los sprays de sus clientas han comido los pulmones y que dedica sus últimos días de vida a encontrar al hijo que entregó a los servicios sociales cuando dio a luz a los 15 años, parece un gran personaje. También el que va a ser su compañero de fechorías, al que interpreta el propio director: un triste funcionario del Ministerio de Sanidad, especialista en datos, que ha decidido suicidarse.
Como suele ocurrir en las películas de Dupontel -habitual actor, rostro conocido en títulos como Irreversible y Dejad de quererme-, el despliegue formal es casi más importante que el del relato, y aquí repite con una oscura comedia muy física que no siempre hace diana, pero que, al menos en su primera mitad, contiene suficientes atractivos, casi siempre relacionados con su dificilísima ambigüedad tonal: todo es despiadado, y sin embargo, la comedia sigue estando presente, aunque dejando poco a poco un singular fondo de amargura y misantropía.
En la segunda mitad, en cambio, la película decae, y mucho, y el encuentro final con el hijo perdido casi treinta años atrás resulta un fiasco emocional. Eso sí, la última secuencia es una fiesta atroz, y vuelve a dejar el mismo poso: el de la extraña y atractiva amargura de un autor felizmente raro.
Javier Ocaña. El País, viernes 10 de septiembre de 2021
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