El miércoles pasado fui al Teatro Real a ver Las bodas de Fígaro. Me había invitado mi amiga María, que tiene un abono en el Paraíso, que es como se llama a las butacas más altas, y allá me fui, como un enfant du paradis de Prévert y Carné. Hay algo especial en ver una obra desde tan arriba. El espectador se convierte en una deidad del Olimpo que observa con benevolencia las peripecias de los personajes. Y la sensación es todavía más intensa con esta obra, que es como un guiñol del comportamiento humano donde todos engañan a todos, pero sobre todo se engañan a sí mismos. El conde andaba detrás de dos criadas, las criadas están liadas con el paje, el paje con la condesa... A los directores de escena les gusta situar las óperas en épocas distintas a las que le corresponde y yo esta la habría ambientado en una comuna hippy de los sesenta, porque es una apoteosis de lo que los cursis llaman ahora el poliamor, como si se acabase de inventar.
La trama es, de hecho tan complicada que, en este montaje, el director artístico ha tenido la práctica idea de ir dibujando con láser un esquema en lo alto del decorado para que uno no se pierda. Pero no hay cuidado. Beaumarchais, el inventor original de la historia, había sido de profesión relojero y espía, y las dos cosas se notan: lo primero en la precisión con la que se mueve la trama, de exactitud cronométrica; y lo segundo en la psicología del disimulo que la preside. Más tarde, Lorenzo da Ponte, envuelto en el humo del tabaco sevillano que fumaba siempre cuando escribía, supo trasladar buena parte de esto a su libreto y le añadió seguramente algo de su experiencia personal, porque él mismo era un vividor libertino que había competido en conquistas con el célebre Casanova, al que conocía personalmente. Pero, a fin de cuentas es Mozart, un simple criado sin apenas vida propia (un criado como Fígaro), quien, con su música, da profundidad a una historia que de otro modo hubiese sido poco más que un ovillo que se enreda y se desenreda. Es su armonía la que transforma a esas marionetas en humanos. Un ejemplo de la superioridad de la música sobre la palabra.
En estas cavilaciones estaba el miércoles cuando se apagaron las luces. Arrancó entonces la famosa obertura. Esa melodía que da vueltas y vueltas como un tiovivo. Este es uno de los casos en el que el comienzo de una obra lo dice todo. Está ahí, en forma de notas, el enredo, los amoríos, las sorpresas y los cambios de humor de los personajes. "Cinque... deci... venti... trenta... trentasei... quarantrate... "Quizás, al final, en esas medidas esté, cifrado, el secreto de esta música perfecta.
Miguel-Anxo Murado. La Voz de Galicia, domingo 1 de mayo de 2022
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