domingo, 16 de octubre de 2022

Del niño y los astros: la forja de un Nobel

El premio Nobel de Física de 2012, el francés Serge Haroche, sostiene que hablar de la curiosidad, y de lo que propicia, es esencial en un momento en que el veneno de la posverdad cuestiona los principios de la ciencia. Desde hace unos años, me suelen formular la siguiente pregunta: "¿Por qué se hizo investigador? ¿De dónde viene su pasión por la ciencia?". Cuando hablo a estudiantes de secundaria o universitarios, no hay ocasión en que no me lo pregunten, algo que ocurría cuando era más joven. En mis conferencias de hace una veintena de años, quienes me escuchaban estaban más interesados en mi investigación que en mis motivos. La edad y los honores que la han acompañado son la causa de estas interpelaciones recientes. No las rehúyo, sino que procuro responder con la mayor honestidad y precisión de las que soy capaz, porque la cuestión, más allá de lo que a mí respecta, es interesante. ¿Por qué nos hacemos investigadores? ¿Qué representaba la ciencia hace 60 años para un joven que se lanzaba a esta aventura?

Recordar los años de mi infancia y adolescencia ante un auditorio de jóvenes que viven en un mundo muy distinto del de aquella época es un ejercicio algo nostálgico, pero también estimulante. Con frecuencia, el debate que se suscita me demuestra que, a pesar del tiempo transcurrido, la curiosidad de la juventud sigue siendo la misma. Nuestro conocimiento fundamental sobre el universo y la vida han aumentado de forma considerable, los medios con que contamos para instruirnos y recopilar información sobre el mundo son inmensamente más potentes hoy en día, pero el entusiasmo que detecto en los ojos de los jóvenes que me escuchan y en sus preguntas no es muy diferente del que me motivaba cuando yo tenía su edad. Solo que el mundo en el que crecen ellos es más complejo, más difícil de comprender, que aquel en el que tuve la suerte de vivir.

Durante el periodo de los Treinta Gloriosos de mi juventud reinó, a pesar de la Guerra Fría y los sobresaltos de la descolonización, la esperanza de que el mundo se encaminaba hacia un futuro de progreso y de civilización cada vez más avanzada e ilustrada. Los jóvenes que se sentían atraídos por la investigación encontraban con mayor facilidad que ahora los caminos que les permitían ejercer su pasión. La confianza en el conocimiento aún no se había visto socavada por el veneno de la posverdad que hoy arremete contra los propios principios de la ciencia. Malraux había anunciado que el siglo XXI sería indudablemente religioso, pero nosotros no nos lo acabábamos de creer y yo jamás habría podido imaginar que hoy viviría en un mundo tan irracional, donde el creacionismo goza de buena salud y una proporción nada despreciable piensa que la Tierra es plana o que las vacunas son peligrosas (...)

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué me hice investigador? Desde que tengo memoria, siempre me atrajeron los números y me apasionó hacer mediciones. Recuerdo, siendo muy niño, haber contado los azulejos de la pared del baño y los adoquines del patio del colegio. Medía la longitud de la diagonal de un cuadrado y la comparaba con la de los lados. Estaba haciendo trigonometría sin saberlo. La idea de clasificar objetos a partir de medidas precisas también me llevó a rellenar una tabla con la lista de los metales, ordenados de mayor a menor densidad  del ligero aluminio al uranio. En aquella época no había internet ni Google, y saqué todos estos datos de un Pequeño Larousse ilustrado. Desde mi más tierna infancia siempre me encantó medir, clasificar y comparar. La geometría también me apasionaba. Desde los 11 o 12 años me fascinó el número pi. Recuerdo verlo escrito en las paredes del Palais de la Découverte que visitaba con asiduidad, donde sus decimales formaban una larga espiral...

El planetario del Palais de la Découverte enseguida me atrajo hacia la astronomía. Recuerdo la bóveda estrellada recorrida por el ballet de los zigzagueantes planetas y los amaneceres recortando la silueta de los monumentos parisienses representados en la base de la cúpula del planetario. El astro hacía que las estrellas se fuesen apagando mientras una música triunfal acompañaba la nueva aurora y los espectadores salían deslumbrados, tratando de acostumbrarse  poco a poco a la luz del día.

Serge Haroche (Casablanca, 1944) es físico y premio Nobel de Física de 2012 por sus investigaciones  sobre la interacción entre la luz y la materia. Este extracto es un adelanto de su libro "La luz revelada. Del telescopio de Galileo a la extrañeza cuántica", de la editorial Debate. Se publica el próximo día 13.

El País, domingo 9 de octubre de 2022.

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