El más esquivo y huraño de los pintores impresionistas, el primero que huyó de aquel París de la segunda mitad del siglo XIX hambriento de modernidad y alegría para regresar al mundo rural y tranquilo de su Provenza natal, fue, en palabras de Claude Monet, "el más grande de todos nosotros". Paul Cézanne (Aix-en-Provence,1839--1906), un artista que no logró la fama en vida ni el reconocimiento del público, fue un pintor de pintores admirado por algunos de sus contemporáneos y venerado por toda una generación posterior. Cézanne fue la puerta de acceso hacia la pintura moderna , y la exposición de EY exhibition: Cezanne (sin el acento en el apellido, que nunca utilizó en la forma de sus obras), que aloja hasta el próximo 12 de marzo la londinense Tate Modern, agrupa hasta 80 de sus pinturas, prestadas desde espacios públicos y colecciones privadas de Europa, Asia, Norteamérica y Latinoamérica.
Algunas de las piezas expuestas fueron propiedad, antes de acabar en museos, de otros pintores, que las atesoraban como una fuente de inspiración y desafío. Gauguin, Picasso, Matisse, Henry Moore o Monet llegaron a tener un cézanne. En alguna ocasión pagado a plazos y en medio de la penuria, como las Tres bañistas, incluida en la exposición y que Matisse guardó junto a él durante años: "Durante los 37 años en los que he tenido este lienzo, me ha dado fortaleza moral en los momentos más críticos de mi aventura como artista. He sabido extraer de él mi fe y mi perseverancia", escribió el pintor al comisario del museo Petit Palais de París, al que donó la obra. Monet se daba cada día un baño frío y contemplaba El negro Scipio, pintado por Cézanne durante su juventud, para estimular su creatividad antes de lanzarse a la calle con su caballete portátil. Llego a tener hasta 13 pinturas de su colega.
Puede resultar sorprendente que en una visión antológica tan completa como la que ofrece la Tate Modern falten obras que el público identifica de inmediato con el pintor, como Los jugadores de cartas, sus famosos arlequines o algunas de esas extrañas y oscuras pinturas con las que se dio a conocer en París entre el círculo de los impresionistas. Y, sin embargo, el recorrido por la evolución de su obra, la precisión con la que las pinturas expuestas, en secuencia cronológica, muestran abiertamente el camino seguido por Cézanne hasta descorrer la cortina y mostrar al mundo en qué consistía el arte moderno, logran dotar de coherencia a su trabajo metódico y obsesivo. (...)
Cézanne supo explotar como nadie el desafío artístico encerrado en repetir de un modo incasable el mismo bodegón, las mismas manzanas, el mismo jarrón, la misma botella, el mismo mantel enredado en interminables pliegues. La perspectiva se distorsiona, los colores juegan con su gradación para dar vida a una fruta que está delante y está detrás, que está de frente y está de lado, que aparece plana o con volumen, y que siempre, siempre, lleva al espectador a pensar que permanece en un equilibrio imposible, a punto de caerse adelante. "Las manzanas de Cézanne dejan de ser una fruta. Ni siquiera son una fruta convertida en pintura. En vez de eso, toda la vida está contenida en ellas, y si llegaran a caerse, se produciría de inmediato una conflagración universal", escribió el filósofo marxista Ernst Bloch en El espíritu de la utopía.
Si las manzanas de Cézanne fueron la avanzadilla hacia una nueva forma de contemplar y representar el mundo, su obsesión con el monte Santa Victoria visto desde Bidémus es la culminación de todos los esfuerzos del pintor. Sus trazos combinan en un todo, las diferentes perspectivas, todas las propuestas posibles de composición, y todas las sombras y colores que desplegaba hacia sus pies el macizo calcáreo. Esa locura de brochazos diagonales, con múltiples tonos de ocre, de verde o de azul, es inmediatamente reconocible al dar dos pasos hacia atrás. Es Cézanne. Es el eterno monte Santa Victoria.
Rafa de Miguel. Londres. El País, miércoles 12 de octubre de 2022-
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