A pesar de todas estas cualidades, de ser uno de los grandes referentes literarios del siglo XX, Simenon no terminó nunca de encontrar un gran público en el mercado español, a diferencia de otros países. Y ello pese a las apuestas de Aguilar, primero, en la década de los setenta, o de Planeta-De Agostini, después en los ochenta. El comisario Jules Maigret, protagonista de casi un tercio de su vasta producción narrativa, en nada se parece a algunos célebres detectives que le precedieron -Holmes, de Conan-Doyle; Poirot, de Agatha Christie; o Dupin, de Allan Poe-, rodeados de un halo de misterio, meditativos y sabios, elevados en las alturas y encantados de conocerse a sí mismos. Maigret que empieza como guardia municipal y acaba como simple comisario de distrito, es un tipo parsimonioso y campechano. Un investigador que, al final de la series, Simenon sitúa como un simple jubilado cascarrabias. Pero más allá de la singular creación literaria que supone este personaje en la tradición detectivesca, la obra del autor belga presenta algunas características con un trasfondo mayor...
Su capacidad para crear personajes y, sobre todo, para reproducir con precisión la atmósfera de cualquier lugar del mundo. Porque en la primera de esas dos novelas, una compleja trama familiar que transcurre en la frontera de EEUU, con México -Simenon vivió en Arizona después de la Segunda Guerra Mundial-, el escritor recrea un paisaje y una comunidad con una naturalidad envidiable, como si la realidad hubiese crecido en una familia de rancheros. Y lo mismo si hablamos de París o Nueva York o de cualquier lugar en el que transcurra su relato. Simenon consultaba las guías de teléfonos de las ciudades sobre las que escribía para dar con los nombres de sus personajes. Un talento que fanfarroneaba a menudo sobre su promiscuidad y su carácter pendenciero, con una vida llena de sombras y que deja una fotografía excesiva, desmesurada, como toda su obra.
Mario Beramendi. La Voz de Galicia, viernes 17 de febrero del 2023.
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