sábado, 7 de septiembre de 2024

Grande Plage

Entre los rituales del veraneo que han desaparecido se encuentra el escribir postales. Yo quise hacerlo en Biarritz, porque me pareció que esta era la ciudad de postal por antonomasia, nacida para ser celebrada en posavasos, ceniceros, carteles turísticos de la belle époque y en las propias tarjetas postales. Encontré algunas. Inevitablemente, mostraban la ciudad no como es ahora, sino como era hace muchos años, cuando empezaba a perder su lustre y a convertirse en una vieja vedete de retirada. Lo que no encontré fueron sellos que nadie parecía saber ya dónde se vendían. Tampoco buzones. De modo que se siguen vendiendo las postales, pero no para enviarlas, sino para coleccionarlas. En eso se han quedado: en una relación epistolar con uno mismo en la que uno no escribe nada.

Con todo quiero escribir mi postal, aunque sea en mi imaginación. Sentado en la terraza del viejo Casino, tomando un café carísimo frente a la Grande Plage, pienso que podría escribir una postal como esas de las tiendas de recuerdos. Miro el mar, que es todavía como el de la vieja canción de Trenet, y pienso en las tumbonas y en las tiendas de tela para cambiarse, con las rayas características de Biarritz que hacen pensar en una película de Chaplin. Pienso en las fachadas de los edificios art déco, en el palacio de la emperatriz Eugenia convertido en hotel de lujo, en las avenidas con magnolios y farolas cursis, en las chocolaterías y las pâtisseries en las que sirven los macarons, en la pequeña iglesia rusa para la comunidad émigré escapada de la revolución, en las brasseries cubiertas con toldos en las que puede uno conjurar aquel mundo sostificado de los principes exiliados y los contrabandistas de armas y las guerras carlistas...

Entonces pasa una nube, una de esas nubes densas que proyectan en el suelo una sombra que parece un fundido de película, y la estampa cambia por completo. Ahora veo familias francesas y algunas españolas o italianas. La playa casi completamente alfombrada de toallas y de gente, una masa de cuerpos que brillan al sol y sobre los que flota el aroma a crema solar. La gente se hace selfis con los surfistas  embutidos en trajes de neopreno cargados con sus tablas. La bandera siempre amarilla, agitada por el viento fuerte de Aquitania , y al fondo las olas gigantescas que se empeñan en cavar un escalón en las Landas. Sí son las ciudades balnearios como Biarritz: un palimpsesto en el que, como la arena de la playa, se ha ido acumulando toda la historia del turismo, desde los tiempos en que era una solución  terapéutica para el reuma hasta el narcisismo de las redes sociales y su culto por la experiencia fugaz. Por la noche, en el hotel, en el silencio, no se oye más que el mar, un mar que recomienza como en el poema de Valéry. Al principio era lo único que había aquí. Lo atravesaban las ballenas, camino de los Trópicos. Luego surgió un pueblo de pescadores vascos, que las cazaron hasta teñir de rojo el Cantábrico y extinguirlas, dejando solo la que figura en el escudo municipal. Más tarde, los médicos empezaron a decir que estas playas eran buenas para curar las afecciones nerviosas ( a la Grande Plage, los locales la llaman todavía "la playa de los locos") y después vino todo lo demás. En la oscuridad, si uno aguza el oído, puede distinguir en los sonidos de la noche el lamento de los ahogados, el susurro de la galerna que comienza y la voz lejana y profunda de los cachalotes. Porque el mar es lo único que no cambia ni envejece.

Miguel-Anxo Murado. La Voz de Galicia, domingo 1 de septiembre de 2024.

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