Huppert se mete en la piel de Erika Kohut, una profesora de conservatorio cuya actitud fría y distante, antipática y cruel con los alumnos, esconde un magma de dolor y autodestrucción a través del sexo. La composición de Huppert, hierática, vulnerable y malsana, es perfecta. Del delicado moño con el que recoge su pelo rojizo a un vestuario que quedó fijado en la memoria: el jersey de angora color lavanda, las camisas de seda beige, la falda recta negra y la omnipresente gabardina, una prenda que asociamos a la discreción , al deseo de invisibilidad y que aquí incide en la soledad y aislamiento del personaje.
Ha pasado un cuarto de siglo desde que esta película, basada en la obra homónima de la premio Nobel austríaca Elfriede Jelinek, se atreviera a filmar (el espectador no ve nada pero lo siente todo) una auto mutilación vaginal en una de sus secuencias más famosas y pavorosas. Las gélidas maneras de Isabelle Huppert mientras un hilo de sangre le cae entre las piernas siguen provocando escalofríos. Erika vive con su madre, una mujer dominante y sobra decirlo- castradora que controla la vida de su hija de forma enfermiza. El drama materno filial es el meollo de una historia que se desencadena cuando Erika conoce a un joven y guapo estudiante de piano en la piel de un muy sexy Benoît Magimel, iniciando con él una impredecible relación sadomasoquista.
La oscura y tormentosa sexualidad de Erika queda definida cuando acude a un peep show mientras suena, como en Barry Lyndon el trío para piano de Franz Schubert. Con este hermoso y triste fondo, ante la mirada escandalizada de los hombres que están en ese mismo local de sexo, la menuda y desafiante Huppert, bajo su gabardina, entre en la cabina para ver porno mientras huele un kleenex pringado de semen. El contraste con la elegante música clásica ahonda en la disociación de una mujer cuya violencia hacia a sí misma se dispara con el deseo de su bello alumno.
Elsa Fernández-Santos. Smoda. El País, 28 de marzo de 2025.
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