sábado, 20 de abril de 2019

De Matisse y Picasso a Hopper: la más deseada del arte,2



Unos y otros tomaron posiciones y, en algún momento, los caminos siempre se cruzaban frente a Notre-Dame o en sus costados. Los jóvenes vivían en Montparnasse o Montmartre, pero bajaban al río a pintar la catedral entre las brumas de un azul perfecto, o de una noche densa que responde a todo lo que el corazón desea.
Marc Chagall: “El árbol de Jesé”
Matisse dió cuenta de su incipiente maestría en Una vista de Notre-Dame al atardecer (1902). Cerca estaban buscando algo de lo mismo los pintores Maurice Utrillo y Francis Picabia, y Robert Delaunay y Paul Signac... ¿Que sex appeal tenía para aquellos modernos de nueva hornada una catedral con siete siglos de antigüedad? La fascinación de alguien muy joven por algo muy viejo. La belleza de aquello que tiene algo de prodigio y de extrañeza. La pintaban por fuera, por el lado de al piel que más asombra. Buscaban algo más que esas piedras impregnadas de algo más que de una secuencia de tiempo: quizá una certeza de vida y de algo inapresable. Nada está en pie y quieto casi mil años (entre guerras y desastres) sin un punto de festejo y otro de burla.
Matisse volvió a pintar Notre-Dame en 1914. Y años después fue Picasso el que armó algunas escenas con la catedral de frente, entre el agua y el puente. Picasso pintó entonces de memoria. Hacía muchos años que había dejado atrás París para instalarse en la Costa Azul. Pero Notre Dame también se le había quedado dentro.
También Edward Hopper, el invisible Hopper, cumplió con la tentación de dejar huella. Y Chagall mezclando las torres con sus damas . Y De Chirico, poniendo a jugar la tumultuosa fachada de Notre-Dame (ornamentada y altiva) con sus arquitecturas quietas e iguales. También algunos españoles que en París buscaron sitio, monedas y gloria quisieron retratarla. Desde Pancho Cossío a Ramón Gaya. Y algo más tarde, Antoni Clavé.
Todos buscaron alguna de las razones de pintar en Notre-Dame. Porque es más que un monumento. Es más que una liturgia. Es, sobre todo, un motivo de humanidad, de evolución, y una larguísima racha de intrigas. Sucede así con algunos iconos, que su intensidad se entiende como una condensación de presente y pasado. Y, a veces, sólo es comparable al extraño brillo del diamante, como si a París le hubieran regalado un gran tesoro. Nadie querrá pintar el fuego.
Antonio Lucas. Madri, El Mundo, miércoles 17 de abril de 2019

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