La ley del silencio con la que la Iglesia decidió ocultar sus pecados bajo la alfombra es a todas luces el centro moral de esta película que se ajusta con precisión a esa expresión tan molesta, y en el fondo necia, que dictamina que una película es necesaria. Probablemente lo sea más su encomiable gesto de exposición pública de crímenes aberrantes que la película en sí, pues no hay que confundir las buenas intenciones con las malas artes (aunque este no es el caso).
Podemos convenir en que Gracias a Dios era desde luego una película necesaria para su director. Desde su emblemático filme 8 mujeres (2002), Ozon ha mostrado una admirable cualidad para introducir proyectos excéntricos o incómodos en las entrelíneas de su obra, tejida a golpes de intermitentes éxitos capaces de convocar entusiasmos de públicos muy diversos. Así, ha logrado escapar del gueto del cine queer al que parecía destinada una carrera que arrancó hace más de veinte años. Su último proyecto pertenece a ese grupo de películas incómodas.
Prolífico como pocos, sin renunciar a que su sello personal aún sea identificable en un drama de apariencia neutra, François Ozon entrega con Gracias a Dios un eficiente tríptico en torno a los abusos sexuales por parte de la iglesia católica francesa..
Situado en Lyon, se hace eco de un caso de notable repercusión mediática que implica al arzobispo de la ciudad, Philippe Barbarin, no en vano condenado en los tribunales. Barbarin, al parecer, tal y como relata el filme, fue cómplice de ocultamiento en los numerosos casos de pedofilia del reverendo Bernard Preynat (el villano de la función) durante los años ochenta.
Una de las singularidades de Gracias a Dios es que el director ha realizado su decimoséptimo largometraje -desde su debut con Sitcom hace veinte años en paralelo a los procesos judiciales de los hechos narrados. La intención de presentarlo a concurso en el pasado Festival de Berlín -donde fue galardonado con el Gran Premio del Jurado-, apenas a un mes vista del fallo del juicio, no deja de ser una forma de presión y de posicionamiento frontal ante la aberración de la pedofilia eclesiástica, pero sobre todo frente al manto de silencio que la propia institución ha extendido durante décadas...
Carlos Reviriego. El Cultural 12-4-2019
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