viernes, 19 de abril de 2019

De Matisse y Picasso a Hopper: La más deseada del arte

Notre Dame de Edward Hoper
Notre-Dame se adueñó de París, de su vida, de la Historia, de la luz, del enigma, del tiempo. Así durante ocho siglos. A la manera de las grandes catedrales, pronto asumió una incuestionable condición de símbolo y eso lo entendieron los artistas. Más allá de religiones, la catedral fue (antes de la masificación turística) uno de los ejes de la ciudad. Un paisaje a retratar. Un modelo rotundo. El siglo XIX fue el principio del despegue, más allá de los grabados que en el XVIII hicieron de Notre -Dame una estampa rotunda. Levítica y rotunda. Los artistas se instalaron a pintar en sus alrededores al comienzo de la fiebre de la pintura plein air. 
Trabajaban del otro lado de las ventanas del taller, ahí donde sucedía la vida. El paisajística Camille Corot (1796-1875) pintó en 1835 un cuadro desde la calle de los orfebres con la catedral al fondo. Una escena alejada del bucolismo de otras suyas. Mucho más moderno que el grabado de Charles Meryon de 1854, El ábside de Notre-Dame. ..
En esa misma mitad del siglo XIX, Víctor Hugo no solo dió contorno literario a la catedral sino que la fijó en un puñado de inquietantes acuarelas, entre las mejores piezas que se hicieron en su tiempo con la seo de protagonista, o al fondo. Vista nocturna de Notre Dame es una aguada fabulosa, fantasmal, donde París parece un sueño terrible. Donde Notre-Dame parece la única verdad que llega a oírse.
Hasta que el impresionismo se impuso. Hasta que rompió las reglas. Hasta que una insólita claridad armó su motín, su Bastilla, su hermosa amenaza. Notre-Dame adquirió un nuevo pulso para el arte. Era el rompeolas de todos los artistas que asentaban sus bártulos en París. Monet, Lebourg, Pissarro, Seurat...Y a partir de ahí, la cofradía del arte nuevo. Entonces lo que importaba era el instante. La aparición de vida soluble, instantánea, veraz, posible, sin épica. Notre-Dame no era ya para muchos un símbolo de existencia sino la aorta monumental de París. Ahí donde la luz se instalaba disfrazada de tantas formas distintas. Ahí donde la belleza de la arquitectura alcanzaba su éxtasis, su temblor flamígero, su ingeniería de sueño, su realidad de algo probablemente imposible. 
Todos se asomaron al color con un ímpetu insólito. El siglo XX arrancaba con la tensión de los viejos maestros impresionistas y los impetuosos del fauve, unos y otros danzando a un ritmo propio pero cuestionados por un enemigo común: los jóvenes decididos a arrasarles. Los que escapaban del rigor de los salones. Los que buscaban fundar una nueva astronomía en la pintura, en la escultura, en la fotografía...
Antonia Lucas. El Mundo, miércoles 17 de abril 2019

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