jueves, 25 de abril de 2019

La novela colosal de Victor Hugo

A Victor Hugo le hablaban los edificios medievales y las viejas tallas góticas le susurraban historias. En los claroscuros de los templos adivinaba la fatalidad y con él lo inanimado cobraba vida. Su infancia en España pudo despertarle una sensorialidad especial para los misterios ocultos en las catedrales. Esto fue lo que descubrió en Madrid el niño de nueve años, Victor Hugo. "En las iglesias veía extrañas imágenes, sangrientas unas, otras vestidas de oro, y relojes con figuras burlescas y fantásticas". Así lo cuenta André Maurois en su Vida de Victor Hugo.
El padre de Víctor, Leopoldo Hugo, a esas alturas general, nombrado Conde de Sigüenza y Cogolludo por el rey usurpador del trono de España, José Bonaparte, había sido destinado a Madrid en 1811. Como recuerda Maurois, los mendigos de Goya y los enanos de Velázquez circulaban por las calles de aquella España tétrica y bulliciosa a la vez.
Ha tenido que arder Notre Dame para que recordemos a Victor Hugo y acudamos a las librerías a comprar su famosa y olvidada obra maestra. Como si estos días el jorobado Quasimodo estuviera en lo alto de las llamas, a punto de precipitarse, envuelto en fuego. 
Cuando Victor Hugo escribió Notre-Dame de Paris, en los últimos meses de 1830, presionado por su editor Gosselin, su intención era criticar la devastación que el urbanismo parisino de la época llevaba a cabo, desmantelando los edificios anteriores del Renacimiento. Cierto que la verdadera heroína de la novela, en palabras del propio Hugo, es "la inmensa iglesia de Notre-Dame, que, recortándose sobre un cielo estrellado con la negra silueta de sus dos torres, de sus muros de piedra y su grupa monstruosa parecía una enorme esfinge de dos cabezas, sentada en el medio de la ciudad..."Aunque la intención inicial del escritor era hablar de los misteriosos muros del templo, de su escalinata y campanarios desolados, la trama fue tomando otro rumbo. El escenario fue llenándose de pasiones truncadas y de gente, que finalmente se desbordaban hacia las calles populosas, haciendo también de París, una ciudad personaje. 
Quasimodo, el jorobado de Notre-Dame, el tuerto, el patizambo. Sordo, oculto entre las torres y las capillas, una sombra furtiva en la vieja construcción, el hombre que vivía dependiente del cruel archidiácono Claude Frollo. La novela no existiría sin Esmeralda que danza flamenco en la explanada de Notre-Dame. La bondad natural de la joven gitana frente a la maldad del archidiácono...Sin embargo una obra épica como esta no debemos juzgarla como un drama romántico. El autor pone ante nuestros ojos a la muchedumbre que se agitaba  en el París de 1842, desde los mendigos a los reyes, de los militares a los bohemios...
Alphonse de Lamartine dijo que era una obra colosal, el Shakespeare de la novela, la epopeya de la Edad Media. Pero reprochaba a Hugo que no existiera una Providencia sensible. Porque Víctor Hugo no vio otra salida que el dramático final de sus personajes.
Lourdes Ventura. Escritora y doctora en Literatura por la Universidad de Pau.
El Mundo, miércoles 17 de abril de 2019.

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