Graciela Iturbide en la Fondation Cartier
Pour L'Art Contemporain./ Julio Piatti
El lugar donde charlamos con la fotógrafa mexicana más importante de los últimos 50 años es también un punto que cierra el círculo de la parte fundamental de su trayectoria: la sede parisiense de la Fondation Cartier Pour L'Art Contemporain, donde acaba de inaugurarse -estará abierta hasta el 29 de mayo- Heliotropo 37, una ambiciosa retrospectiva de su obra comisariada por Alexis Fabry. El interior del emblemático edificio de Jean Nouvel ha sido transformado por el arquitecto Mauricio Rocha, hijo de Iturbide, en una réplica a vuelapluma del estudio que él mismo diseñó para su madre en la calle mexicana que ahora da nombre a la muestra. "Hay algo simbólico en que, siendo fotógrafa, viva en esta calle que tiene que ver con la luz, con cómo gira la luz", cuenta.
Iturbide pertenece por derecho propio a una estirpe heroica de la fotografía del siglo XX: la de quienes, cámara en mano, se adentraron a partir de los años setenta en lugares remotos y comunidades tradicionales para inmortalizar sus formas de vida, sus rituales y sus rostros antes de que la globalización arrasara definitivamente con todo. Ganadora del premio W. Eugene Smith en 1987 y del Hasselblad en 2008, sus imágenes de los indios Seris del desierto de Sonora, de los vestigios conservados de la casa de Frida Kahlo o de infinitos ángulos insospechados de la vida cotidiana en México hablan de una autora con mirada propia.
Sin embargo, la fotografía llegó a ella sin pretenderlo. "Yo quería ser escritora. La fotografía ni se me pasaba por la cabeza, pero mis padres eran muy conservadores y quisieron que fuera a la universidad a estudiar literatura. Así que me casé muy joven, tuve hijos y entonces empecé", recuerda. Un día escuchó por la radio que acaba de inaugurarse una escuela de cine y decidió matricularse. "Me pareció una oportunidad para aprender, aunque no sabía muy bien a qué iba. Pero tuve la fortuna de que Manuel Álvarez Bravo diera clase allí". En los años setenta, Álvarez Bravo (1902-2002) era ya una leyenda viva de la fotografía. Amigo de André Breton y colaborador de Eisenstein, Buñuel y Ford, su obra reconciliaba documentalismo y abstracción, rigor geométrico y sensibilidad surrealista. "Pero casi nadie iba a sus clases, porque allí todos querían ser directores de cine", recuerda Iturbide, que comenzó a colaborar como asistente del maestro.
Aquel encuentro le cambió la vida. "Álvarez Bravo me dio el don de la libertad y me enseñó a ser la persona más feliz del mundo fotografiando", recuerda... "Fotografiar es una manera de conocer el mundo y la cultura del mundo a través de tu cámara, de hablar con las personas, de leer sobre los países a los que viajo. Con él descubrí México, sus culturas. Yo dejaba a mis hijos en la escuela e iba con él toda la mañana. A veces lo veía trabajar sin más. A veces me preguntaba".
Iturbide tiende a quitarse importancia, pero la magnitud de su legado habla por sí sola. Entre los años setenta y noventa viajó a España, Alemania, Ecuador, Italia, India, Madagascar, Perú o Panamá, buscando conexiones entre sus temas predilectos: retratos, jardines botánicos, carteles y anuncios publicitarios, que ahora conviven en la muestra. Para la exposición de la Fundación Cartier ha realizado, de forma excepcional, algunas fotografías en color. En un sector dominado por los hombres, la suya es una voz distinta y empática con realidades diversas. "No creo que mi trabajo haya contribuido a cambiar las cosas, porque en ese sentido soy egoísta: fotografío lo que me gusta", responde cuando se le pregunta por el impacto de su obra. "El mundo ha cambiado mucho, pero en México sigue habiendo lugares como los que fotografié, y regreso a veces a ellos"...
Carlos Primo. Icon, El País, 3 de abril de 2022
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