De los altavoces salía una melodía country... |
Afuera, aquel sábado, eran raros los coches o camiones que cruzaban el municipio de Lafox por una carretera con edificios destartalados a lado y lado y a unos kilómetros de un megacentro comercial en Agen, la principal ciudad de la zona.
Dentro de la sala, la música sonaba sin parar y el baile no cesaba. Habían empezado a las 14,30; acabarían pasada la medianoche.
Sobre un escenario una mujer rubia con sombrero y un micrófono en la mano decía: "Hay que tomárselo como un juego. Claro que sí. Es divertido". Era la coreógrafa Chrystel Durand y guiaba los pasos de los bailarines. Abajo, medio centenar de personas seguían las instrucciones. Bailaban unos junto a otros, alineados y sin perder la concentración. De los altavoces salía una melodía country. Algunos llevaban atuendos del Oeste.
Corinne Defard, empleada en una fábrica de electrónica, de 47 años, bailaba y explicaba: "Al bailar sientes un bienestar. Olvidas los problemas. Te permite sacar el estrés, vaciar la mente". El jubilado Manuel Ruiz, de 72 años y orígenes españoles, chaleco de cuero, botas y sombrero, la cabeza alta y el porte de un vaquero de película, también bailaba, y revelaba: "El country me hace ejercitar la memoria".
Y bailaban Sophie Vilatte y Jean-François Bardy. Ella, profesora de francés, latín y griego en Bergerac, a hora y media en coche de Lafox. Él, policía jubilado de Vic-Fezensac, a 70 kilómetros. Se conocieron el año pasado gracias al country; cuando danzan, perfectamente sincronizados y con una gracia natural, algo mágico enciende la sala.
Jean-François, de 65 años: "Es una manera de evadirse".
Sophie, de 54:"La música te lleva, todos estamos juntos, es como una ósmosis".
Tendemos a hacernos una idea de los países que jamás se corresponde del todo con la realidad. Cuando pensamos en Francia nos vienen a la cabeza la Torre Eiffel y el monte Saint-Michel. El queso camembert, quizá, o la tradicional barra de pan, la baguette.
Escuchamos la palabra Francia y es posible que también se nos ocurran otros clichés menos aptos para folletos turísticos: imágenes de violencia y destrucción. Las manifestaciones en Paris. La banlieue: el extrarradio multicultural en llamas. Loa atentados islamistas. Una angustia obsesiva por el fin de la grandeur, un declive siempre inminente e irrefrenable, pero que nunca acaba de producirse de verdad: la misma angustia que monopoliza las discusiones políticas e intelectuales en París y que, hasta que el 24 de febrero en que Rusia invadió Ucrania, ocupaba buena parte de la campaña de las presidenciales.
Y sin embargo hay otras imágenes, otros paisajes, donde se reflejan los movimientos de fondo de la sociedad francesa, sus estados de ánimo. Y tienen poco que ver con la Francia idílica de la postal y con la de la pesadilla de una Francia en la que la paz civil estalla en pedazos.
Una estampa podría ser, pongamos la de las salas y festivales donde cada fin de semana, en tiempos sin covid, danzaban y danzaban. Los habitantes de las ciudades globales -esas "fortalezas" como las define el geógrafo Christophe Guilluy- desconocen esta fiebre que en los años noventa aterrizó en Francia gracias a un espectáculo en el parque de Disneyland París, y que ha conquistado a cuatro millones de franceses: un 9% de la población adulta ha practicado o practica la danza country según el instituto demoscópico Ifop.
Es el yoga de las ciudades pequeñas y medianas y de las clases populares. Es la iglesia laica donde los habitantes de los barrios de adosados en las afueras se congregan y experimentan algo parecido a un sentimiento de comunidad. Es una mezcla cultural -la adopción de un baile o una comida extranjera y su reciclaje en algo nuevo puramente francés- que explica también el éxito de las cadenas de tacos a la francesa o la conmoción que en 2017 causó la muerte del rockero Johnny Hallyday. Johnny es un icono de esta Francia blanca y obrera de provincias, aunque cantaba música de Estados Unidos...
Marc Bassets. El País Semanal , 3 de abril de 2022
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