Val d'Europe, una ciudad de construcción reciente con su centro comercial, cerca de Paris. |
Ningún país en el mundo tiene tantas. Si hay un símbolo Nacional francés, es este. "Símbolo de la Francia fea y del malestar francés", las definió un articulista de Le Figaro. Imaginemos que, dentro de tres milenios, un arqueólogo quisiera reconstruir nuestra era. Imaginemos que específicamente quisiera reconstruir los años en los que en un país llamado Francia mandó un gobernante llamado Emmanuel Macron. Pues probablemente debiera fijarse en las rotondas.
En ellas estalló en 2018 la revuelta de los chalecos amarillos, los invisibles de las pequeñas ciudades provincianas que se rebelaron contra algo muy concreto: el aumento del precio del diésel. Y contra algo más abstracto: el sentimiento de ser víctimas del desprecio de las élites de París.
Las rotondas eran el lugar de paso de la Francia que necesita el automóvil para trabajar -para vivir- y que para los parisienses que se desplazan en metro o en bicicleta es cada vez un país más exótico. Son la nueva plaza del pueblo: un punto de encuentro donde verse las caras y encontrar a alguien con quien conversar en un tiempo de iglesias vacías y sindicatos irrelevantes.
Desde que con el fotógrafo Ed Alcock salimos al volante de un Renault Captur de alquiler un miércoles por la mañana de Val d'Europe, una ciudad de construcción reciente junto al parque Disney en Marne-la Vallée, cerca de París, hasta llegar el domingo a la vieja Burdeos, visitamos nuevos barrios residenciales, indistintos unos de otros. Hicimos escala en en hipermercados o restaurantes de comida rápida. Giramos por decenas y decenas de rotondas que acababan pareciendo una sola y única rotonda.
Marc Bassets. El País Semanal, 3 de abril de 2022
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