Los Grangé- Coll, familia oriunda de Mallorca que abandonou en el s. XIX
para establecerse en la Occitania. (Ferran Barber)
Es un hecho casi desconocido en nuestro país que la guerra de Cuba y la depresión económica que le sucedió empujó a cientos de aragoneses, catalanes y navarros que habitaban la vertiente española del Pirineo a cruzar la frontera en busca de un empleo o huyendo de las levas forzosas. El flujo continuó durante el primer tercio del siglo XX desde todo el país y sufrió un repunte sustancial durante la Guerra Civil. Claro que, pese a lo que podía presumirse, la llegada de republicanos no fue determinante para la creación de la 'petite Espagne' pirenaica porque el grueso de ellos solo pasó de largo por esta zona.
El flujo de migrantes no se detuvo durante la posguerra, lo que explica que, a día de hoy, siga habiendo docenas de Pérez y Garcías en la Occitania. Toda esta pequeña España se extiende desde Perpignan a Pau, desde los Pirineos orientales a los atlánticos. En el Midi, lo francés se da la mano con lo celtíbero y se funde en el caldero de una cultura muy mestiza.
Lo más extraordinario es que ha transcurrido más que un siglo desde la llegada de estos españoles y casi ninguno ha renunciado a sus raíces. Han olvidado cómo pronunciar la erre pero se mantienen fieles al tumbet y al ternasco. Han creado un perfecto equilibrio emocional entre la lealtad a España y la gratitud de Francia.
"La integración de los españoles fue muy rápida", nos dice Corine Cabré, que es la directora de la oficina de turismo comarcal de Arreau. "En primer lugar, los idiomas son muy parecidos y eso facilitaba las cosas. Pero además, había relaciones entre la gente de ambos lados de la frontera desde hacía muchos siglos debido a la ganadería. Fíjate que la industrialización de ciudades como Tarbes o la construcción de los pantanos, se hizo en parte gracias al reclutamiento de trabajadores españoles".
El pueblecito de Corinne Cabré es con diferencia uno de los más hermosos del Pirineo. Se trata por así decirlo de la clase de localidad que se marca en las guías de turismo como "pintoresca perla del valle del Aure de apenas 800 habitantes". No es solo un cliché: ciertamente Arreau es un lugar bello y genuino. Y lo es, entre otras cosas, porque ha sabido conservar la pátina del tiempo y un aire decadente que contrata con las kitsch abominaciones arquitectónicas que, más en Aragon y Cataluña que en Navarra, han pervertido el alma de los pueblos españoles del Pirineo con el cartón-piedra del turismo express y la especulación inmobiliaria desatada.
Los pioneros del siglo XIX. Dependiendo de las condiciones de la carretera , apenas le separan tres cuartos de hora del túnel que franquea el paso a España por la población altoaragonesa de Bielsa, lo que atrae a muchos viajeros españoles ávidos de experiencias no tan contaminadas y tan despojadas de la verdadera esencia pirenaica como Benasque o Viella.
"Ya a partir del siglo XIX se instalaron en nuestros valles muchos españoles que venían por razones económicas. Acabaron trabajando sobre todo como peones agrícolas, en las minas, en los bosques y, en el caso de las mujeres como domésticas", nos explica Corinne. "Luego vino el exilio político. Tan solo por nuestra zona, dos mil republicanos atravesaron las montañas huyendo del franquismo. Y la migración no se detuvo durante la posguerra. Lo interesante es que hubo casi un número idéntico de franceses que pasaron a España para trabajar en los olivares o en los frutales. Una minoría huyó durante la Revolución francesa. Además las fronteras eran muy porosas y los pastores habían mantenido relaciones durante muchos siglos", explica.
El éxodo de la crisis de la naranja. En la plaza de Arreau, justamente en frente del ayuntamiento, hay un salón de té donde encontramos a Jean Baptiste Grangé, el bisnieto de Jean Coli, que fue uno de esos pioneros españoles que abandonaron nuestro país a finales del siglo XIX para probar suerte en la petite Espagne de los Pirineos. Su llegada fue anterior a las levas que precedieron a las guerras de Cuba y Filipinas. Antes de instalarse en Arreau, Juan Coll vivió en Pau, donde creó un pequeño y próspero comercio de venta de frutas. Jean Baptiste, de 40 años nos muestra una vieja foto en blanco y negro de la tienda de su abuelo mientras llama a su madre, Georgette Grangé, a su tía Marie Jo y a su hijo para que posen junto a él para Crónica.
El contexto histórico en el que se inscribe el éxodo de su familia es tan fascinante como desconocido y olvidado. En torno a 1865, una misteriosa plaga (probablemente relacionada con enfermedades fúngicas que afectaron a los cítricos en toda Europa) destruyó masivamente las naranjas del valle de Sóller en Mallorca y otras zonas productoras. Esta devastación agrícola sumió a centenares de familias en la ruina, dado que la economía de la isla balear estaba fuertemente vinculada al cultivo y la explotación de naranjas y cítricos cuyo principal mercado era el sur de Francia.
En consecuencia, grupos enteros de pequeños propietarios, comerciantes y jornaleros partieron hacia el mismo destino que los frutos que antes exportaban: el sur de Francia, con Marsella y otros puertos como principal destino. Bajo estas circunstancias llegó Jean Coll a Pau. Ha transcurrido casi siglo y medio desde entonces y los descendientes de Juan (establecidos en Arreau) no han perdido aún el contacto con Mallorca. Incluso han logrado conservar el castellano. No lo hablan en casa pero lo aprendieron en la escuela.
El linaje de los Buetas. A menos de cincuenta metros del salón de té de la familia Grangé-Coll, junto a un viejo edificio restaurado por la ebanistería Pérez, encontramos en la mairie (concejo local) de Arreau a una teniente alcalde del ayuntamiento llamada Anne Buetas. Hay un pueblito con el nombre de su apellido junto a la localidad aragonesa de Broto, de camino a Ordesa (Huesca), lo que nos da ya alguna pista sobre sus orígenes antes incluso de que concertemos una entrevista. Su padre ya fue alcalde de la población. Anne, de 65 años, pertenece a uno de los linajes de catalano-aragoneses más conocidos de Arreau.
"Mi madre era de Cataluña y mi padre del pueblo aragonés de l'Ainsa. "Mi abuelo paterno era socialista y tuvo que salir huyendo en marzo de 1939 cuando mi padre tenía solo cinco años. Dejaron la puerta de la casa abierta, pusieron ropa en los tendederos para que nadie sospechara nada y se fueron con una maletita que abandonaron en la nieve. Tres jornadas les tomó el viaje porque caminaban por la noche y se escondían durante el día. A mi abuelo lo mandaron a una ciudad llamada Condon. Luego tuvo mucha suerte y conoció a un señor que le proporcionó los medios para vivir con dignidad".
"La familia de mi madre no lo tuvo tan sencillo", afirma Anne. "El primero en escapar por las montañas fue mi abuelo. En febrero de 1939 llegó mi madre con mi abuela, cuando tenía seis añitos. Tuvieron que pasar cerca de un año en campos de concentración a orillas del Mediterráneo hasta que a mi abuelo le ofrecieron trabajo en las minas". Finalmente su familia fijó su residencia en Arreau. Los padres de Anne nunca le hablaron en español. Lo aprendió gracias a sus abuelos. "Nos decían no hay que olvidar nunca de donde viene uno"...
Ferran Barber. Arreau. El Mundo, viernes, 25 de julio de 2025.
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