La acción tiene lugar durante la Segunda Guerra Mundial, en medio de un bosque cubierto de nieve que parece congelar hasta los sentimientos. Un padre en un último acto de amor desesperado, lanza a su hija fuera de un tren que se dirige a Auschwitz. La niña es rescatada por una humilde pareja de leñadores, quienes deciden adoptarla, pese al riesgo que eso supone. A partir de ahí, la película se mueve entre el calor humano y el horror silencioso de la época, sin caer nunca en golpes bajos ni dramatismos oportunistas.
La imagen es sobria pero poderosa. No hay exceso de movimiento ni fuegos artificiales digitales: todo está calculado para crear atmósfera no un espectáculo queda bien. El uso del color -mejor dicho, la falta de él- potencia el tono sombrío del relato, con una paleta de grises que subraya el peso emocional sin renunciar a la belleza. Es como si estuviéramos presenciando una fábula triste, una de esas que te cuentan para recordarte siempre lo que representa el hecho de ser humano.
Apenas hay diálogos, aunque los efectos sonoros y el silencio hablan por si solos . Al estilo de La zona de interés (2023) lo que no se muestra explícitamente duele igual o incluso más. El último acto es particularmente demoledor: encajan las piezas del puzle y dejan al espectador con un nudo en la garganta.
Á. F, Veleiro. La Voz de Galicia, sábado 12 de julio de 2025.
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