Entregada al magnetismo de su protagonista, Mi querida ladrona -que toma su título original, La Pie voleuse, y su leitmotiv musical de la ópera La urraca ladrona de Gioachino Rossini- alcanza su cénit expresivo en un pasaje puramente observacional. Después de una ardua jornada de trabajo, María (interpretada con sentido y sensibilidad por Ariane Ascarine, la musa eterna de Guédiguian ) se sienta en la terraza de su casa a comer un imponente plato de ostras mientras contempla, en la pantalla de su teléfono móvil, una grabación de Arthur Rubinstein interpretando el Liebes-traum nº3 de Franz Listz. Así, más allá de las penurias económicas y la preocupación por la afición al juego de su marido, María expresa su negativa a renunciar a la joie de vivre.
El personaje de María marca el buen rumbo de Mi querida ladrona, haciendo las veces de sosegada y contradictoria brújula moral del filme. Sin embargo, cuando los personajes secundarios protagonizan un giro rocambolesco relacionado con el deseo amoroso y el instinto de protección, la película se precipita peligrosamente hacia la estridencia dramática y el atropello narrativo. Las razones de este cambio de tono y de tempo cabe buscarlas en el interés de Guédiguian por introducir en el relato un componente intergeneracional, que alude en su trasfondo al enquistamiento de las pulsiones capitalistas en la psique de la clase media. Por desgracia, esta reflexión sociológica llega acompañada de una escritura un tanto esquemática. Un traspié que, en todo caso, no invalida la sugerente meditación que propone Mi querida ladrona sobre los claroscuros morales a los que debe hacer frente "la pobre gente", según la feliz expresión acuñada por Victor Hugo en un poema que recita un personaje en la recta final de la película.
Manu Yáñez. El Cutural, 25-7-2025.

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