A finales de los setenta, en un piso de la banlieue de París, una niña de seis años ve la televisión con su abuelo. El hombre, de origen checo insulta al televisor y repite con desprecio los apellidos que ve en la pantalla: "Gainsbourg es Ginsburg, es judío", exclama. Y Michel Berger es judío también". La niña ha oído la palabra "judío" otras veces, es la misma con la que su padre se refiere a unos vecinos, los Angélard, que son muy cariñosos con ella:"¡Angélard! ¡Sí, hombre! Se apellidan Engelhardt. ¡Es un apellido judío!" Hay cosas que la niña no entiende, como las burlas de su padre cuando ella le habla de un amigo del colegio, David, hijo de unos peleteros. La misma niña, ya adulta, relaciona esos recuerdos con un día en que el dueño de una taberna les pidió a ella y a su padre que se fueran después de que él soltara una diatriba antisemita que se oyó en todo el local. Se había quedado en el paro y decía que, como toda la prensa estaba en manos de judíos no volvería a encontrar trabajo.
Tras investigar durante años el pasado de su familia paterna, Vanessa Springora (París, 1972) ve ahora estos recuerdos bajo una luz distinta. En poco tiempo se enteró de la turbia historia de la rama familiar de su padre, cuya escisión con la Springer de Zábreh, en Moravia, se produjo tras la guerra, cuando su abuelo modificó su apellido por unas razones hasta entonces poco claras. Gracias a sucesivos hallazgos obtenidos en archivos de Francia, Alemania y República Checa, La autora de El consentimiento, cuyo éxito literario coincidió con sus primeras pesquisas para este libro, supo que su abuelo checo era en realidad un alemán de los Sudetes que perteneció a la maquinaria nazi, que fue policía en Berlín, donde se casó con una alemana a la que abandonó, y que en 1940 -es decir cuando los planes de Hitler ya no eran ningún secreto- se afilió al NSDAP. Y en medio de todas estas revelaciones supo también que su padre, un padre que difícilmente habría podido ser peor padre, que la abandonó y que arruinó la vida de las tres mujeres con las que estuvo casado, era en realidad un homosexual reprimido, obsesionado con el inexistente prestigio de su apellido paterno, que terminó sus días rodeado de basura en casa de su madre, prácticamente la única persona que al final de su vida le dirigía la palabra...
La historia oficial de la familia era que el ejército alemán había reclutado al abuelo por la fuerza y que más tarde, ya en Francia , él había desertado. Pero Springora descubre una versión distinta. Su abuelo, en realidad, era "policía del orden en Berlín y es muy probable que lo enviaran a Francia para dar porrazos durante la Ocupación. Josef no perteneció a la Gestapo, ni a ninguna otra de las temibles agencias de la Oficina Central de Seguridad del Reich pero Springora sabe que eso no lo exime de la culpa. La pregunta que queda en el aire es hasta qué punto aquel hombre era un fanático o un oportunista. La autora es lo bastante astuta como para dejar la cuestión abierta y asumir el pasado familiar sin sobreactuaciones...
Alberto Gordo. El Cultural 19,9, 2025.

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