Estamos en la base aérea del ejército francés en Madagascar en los años 70. Thomas es hijo de un militar de procedencia española (Quim Gutiérrez) y una mujer francesa (Nadia Tereszkiewigz). Suzanne es nativa de un país al borde la revolución contra el colonialismo. Ambos van juntos al colegio y comparten una intensa fascinación por los libros de Fantôtomette, que siguen a una niña de 12 años que por las noches es una heroína enmascarada que combate el crimen. Este personaje de ficción -cuyas aventuras saltan a la pantalla en una especie de falsa animación a base de maquetas y de actores con máscaras - será la guía para que Thomas, solitario y reservado, se convierta en un observador de las inquietantes actividades de los adultos.
Porque, tras la aparente felicidad del hogar familiar y la belleza deslumbrante de la isla africana, Thomas empieza a detectar que algo falla, la tristeza de una madre condenada a repetir el mismo día ad infinitum, después la tensión en una casa sometida por los caprichos de un padre es la representación clásica del machito español, celoso, violento y con escasas luces. Por último, la falsedad de una comunidad cuyo paraíso radica en el sometimiento del otro, en el racismo.
Robin Campillo parte de su propia biografía para crear un flim cautivador en el apartado visual, con una fotografía de Jeanne Lapoirie que saca el máximo partido de los distintos tonos de rojo que emanan de la naturaleza de Madagascar. Más problemática es la narrativa que se construye en torno a la experiencia de Thomas, pero también con su imaginación que vuela impulsada por las habladurías de los adultos, que escucha escondido en un baúl o debajo de una mesa, o los detalles que percibe como amenazadores o inquietantes. Así, el filme, durante buena parte del metraje, navega por una suerte de realidad ambigua, en la que se insertan recuerdos, ensoñaciones y pesadillas...
Javier Yuste. El Cultural, 13-10-2023.
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